Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 11

Al arrastrarme, logré llegar al pequeño arbusto. Mis brazos, gravemente heridos, ya no respondían y mi cuerpo entero sufría el castigo infernal que cada luna llena parecía empeorar. Sin embargo, a pesar del dolor, mis oídos seguían funcionando con precisión. Escuchaba sus pasos: pesados, implacables, rompiendo ramas secas bajo sus botas, removiendo hojas húmedas en busca de una criatura maldita.

No tenía fuerzas para seguir arrastrándome. Me recosté bajo las ramas como un perro asustado, sin esperanza, con la respiración entrecortada y el aliento tan débil que apenas lograba sentirlo. Cerré lentamente los ojos, resignada a ser descubierta, quizá asesinada como una bruja más en medio del bosque.

Entonces ocurrió.

Una luz intensa apareció, no en mi mente, no en un delirio, sino frente a ellos. Una ráfaga luminosa los envolvió a lo lejos. Alcé una mano para cubrirme los ojos, apenas soportando el resplandor. Bajo aquella claridad surgió una mujer. Era hermosa, imponente. Su túnica de lino fino danzaba con el viento y su largo cabello negro estaba adornado con piedras que jamás había visto. Parecía una diosa.

La luz que la rodeaba se fue apagando poco a poco, permitiéndome verla mejor. Era joven, quizás de mi edad o incluso menor. Los hombres que me perseguían no reaccionaron con violencia. No atacaron. Solo se quedaron quietos, embobados por su presencia, como si la divinidad les hubiera robado la voluntad. Mi mente, confusa, intentó ubicarla en algún rincón de mi memoria. Juraría haberla visto antes.

Durante varios segundos, el silencio fue absoluto. Ella permaneció de pie frente a los cazadores, sin moverse, sin hablar. Hasta que finalmente pronunció una palabra:

—Dolor.

Aquel murmullo fue suficiente. Los hombres soltaron las antorchas, espadas y dagas. Cayeron al suelo gritando, retorciéndose como si una fuerza invisible los lacerara desde dentro. Las llamas de sus antorchas comenzaron a girar, obedeciendo el movimiento de sus manos. Ya no era fuego común: era fuego vivo, bajo su dominio.

Las llamas, como remolinos ardientes, crecían en intensidad. El suelo húmedo intentaba apagarlas, pero ella lo impedía. Alimentaba cada chispa con su poder. Entonces las dirigió hacia los cuerpos en el suelo, y sin vacilar, los envolvió. Los gritos se elevaron una última vez y luego se apagaron con el fuego. No quedó ni ceniza. No quedaron cuerpos. Solo un silencio abismal.

¿Dónde estaban? Esa pregunta, aunque importante, se volvió insignificante frente al terror que sentía. Si esa mujer sabía dónde me ocultaba, seguramente acabaría conmigo también. Intenté no moverme, no respirar. Pero fue inútil.

Ella giró la cabeza en mi dirección.

Sentí su mirada directa, penetrante. Era como si sus ojos traspasaran las ramas y vieran directamente a mi alma. Me encogí, helada. Y entonces, como si supiera con certeza dónde me encontraba, comenzó a caminar hacia mí.

Intenté arrastrarme lejos, pero mi cuerpo no respondía. Cuando por fin la volví a mirar, ya estaba frente a mí. Se arrodilló, levantando suavemente las ramas que me ocultaban. No hizo gesto alguno para calmarme, no dijo una sola palabra. Solo me observó. Y en su mirada vi algo imposible de describir.

Había luz en sus ojos, una calidez engañosa. Pero también una oscuridad abismal, una profundidad capaz de tragarse todo lo que alguna vez sintió esperanza. Su mirada me envolvía en un espejismo: era a la vez consuelo y amenaza, redención y condena. Y, aun así, sentí paz.

Fue como si algo en nosotras estuviera conectado desde hace siglos. En ella me vi reflejada. Una visión fugaz me mostró a mí misma con el cabello blanco como ceniza y una vestidura azul celeste. Frente a mí estaba ella, vestida igual que ahora. No era una alucinación. Era un recuerdo que no sabía que poseía, un eco de otra vida.

Dejé de luchar. Algo en esa visión despertó una parte dormida de mí. Una lágrima resbaló por mi mejilla. Fue un milagro: yo no lloraba. No lo hacía nunca.

Parpadeaba, ahogada por un nudo en la garganta. Y al mirarla, sentí que ella también compartía ese peso.

—Mi señora...—susurró, con un jadeo trémulo y una lágrima en sus ojos oscuros.

—Tú... Quién...

No pude terminar la frase. Sentí mi cuerpo desvanecerse. Era el fin del ciclo, como siempre. Cuando el tormento acababa, venía el agotamiento total. Y entonces, la inconsciencia.

Aquella fue la primera vez en años que me sentí identificada con alguien. Con alguien tan extraordinariamente distinta a mí. Jamás imaginé en ese momento cuán cerca estaba de descubrir su verdadera identidad... y lo que significaba para mi destino.




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