—¿¡En serio podemos quedarnos!? —exclamó emocionada la quinta princesa, con los ojos brillantes de ilusión. Xiao Ba se sobresaltó al verla tan cerca, pues un segundo antes no estaba a su lado. Frunció el ceño, desconcertado, y miró alrededor buscando alguna señal de su llegada.
—¿C-cuándo volviste? —preguntó, confundido.
—Estoy aquí desde hace un momento —respondió Jin'er con una sonrisa traviesa que se extendía de oreja a oreja. Para la mayoría, su risa era encantadora, capaz de alegrar cualquier estancia. Pero para Xiao Ba, que llevaba años soportando sus caprichos, no siempre era tan adorable.
Él parpadeó rápidamente, sacudiendo la cabeza para borrar el desconcierto y recomponer su postura. Recuperando la compostura, se dirigió al joven cultivador que los había invitado.
—Mis disculpas, pero rechazaremos su generosa oferta. Solo estamos de paso —dijo Xiao Ba, inclinando levemente el torso con una reverencia formal, uniendo el puño con la palma en señal de respeto.
—Es una lástima... rara vez recibimos visitantes —comentó el joven, esta vez dirigiendo su mirada directamente a la princesa.
—¿Oh? —murmuró Jin'er, pensativa. Tras unos segundos, se inclinó ligeramente hacia Xiao Ba. Este, al verla acercarse, también se aproximó con cautela, evitando la cercanía excesiva.
—Xiao Ba... aún es temprano, creo que podríamos quedarnos un poco más —susurró la princesa en tono persuasivo.
—Pero, alteza, no es lo más conveniente —replicó él en voz baja, firme pero contenido.
—Conveniente o no, quiero ir —respondió con determinación, apenas audible.
Xiao Ba cerró los ojos brevemente, contuvo el aliento y suspiró, aceptando finalmente.
—Está bien... —cedió.
El joven sonrió con gratitud y les ofreció una reverencia.
—Oh, disculpen mi falta de cortesía. Me llamo Yuan, siervo del amo Ai Tong.
—¿Amo Ai Tong? Qué curioso, jamás había escuchado hablar de él —comentó Jin'er con evidente intriga, mirando a Xiao Ba en busca de respuestas. Él no respondió, pero su rostro se tensó apenas un segundo. Aunque intentó ocultarlo, su mente ya comenzaba a analizar la situación, elaborando conjeturas silenciosas.
Después de unos segundos de reflexión, Xiao Ba decidió tomar la iniciativa.
—Soy Xiao Ba, segundo hijo de la casa Mein —se presentó con formalidad, y luego giró hacia Jin'er—. Ella es mi prima, Jin'er.
Había omitido a propósito el título real de la princesa, por precaución. Aunque para Jin'er esto no era nuevo —estaba acostumbrada a mezclarse con sirvientes y gente común—, sabía que, según las estrictas normas imperiales, su contacto con personas sin rango debía limitarse. Por eso, estar allí, frente a un campesino, sin su escolta habitual y sin ser reprendida, le parecía un pequeño triunfo.
Jin'er se inclinó levemente, con las manos entrelazadas a la altura de la cintura.
—Me complace conocer a quienes honran este lugar con su presencia —dijo Yuan, con amabilidad—. Permítanme guiarlos hasta mi amo. Estoy seguro de que se alegrará de recibirlos.
Yuan se hizo a un lado para darles paso, y ambos lo siguieron.
El sendero los llevó hasta la entrada de una enorme cueva. A diferencia de otras en la montaña, no era húmeda ni oscura, lo cual inquietó a Xiao Ba. Sabía que por toda la montaña corrían ríos subterráneos, pero ese lugar parecía ajeno al paso del agua. Aunque dudaba, Jin'er lo convenció con una mirada insistente.
Después de unos tres minutos de caminata por el túnel, una luz suave comenzó a filtrarse desde el otro extremo. Al salir, Xiao Ba y Jin'er se quedaron sin palabras.
Ante ellos se extendía un paraíso oculto.
El valle era amplio, adornado con arbustos perfectamente podados y árboles frutales de gran tamaño. Las flores crecían con esplendor, como si fueran cuidadas por manos divinas. Un río de aguas cristalinas serpenteaba entre elegantes cabañas, creando una sinfonía relajante con su corriente. El ambiente era sereno, casi irreal. Aquel lugar, oculto entre las montañas, parecía un reino escondido.
—¿Cómo es posible que no supiéramos de esto? —susurró Jin'er, maravillada, sus ojos muy abiertos y su rostro lleno de asombro.
Yuan sonrió ante su reacción, como quien contempla a un niño descubriendo un nuevo mundo.
Siguieron caminando, cruzando senderos decorados con flores y saludando a las personas que encontraban. Eran mujeres cultivadoras, todas vestidas con hanfus finamente tejidos. A pesar de estar trabajando, ninguna parecía sucia o descuidada; sus ropajes estaban impecables, como si la tierra misma las respetara.
Finalmente, llegaron a una imponente casa de arquitectura refinada. En su entrada, dos grandes guardias custodiaban el lugar. Vestían túnicas negras de cuerpo completo, llamadas pao, adornadas con un dragón dorado que recorría su pecho y hombro izquierdo. Su presencia era intimidante: altos, corpulentos, y con una mirada que no dejaba espacio para el error.
Yuan se detuvo frente a ellos, y con una inclinación respetuosa, anunció:
—Amo, tenemos invitados.