Mientras tanto, en una de las estancias privadas del palacio imperial, el primer príncipe del Imperio Chan se encontraba compartiendo una velada con Mein Yin, la tercera hija de la segunda casa Mein. La mesa de madera de sándalo que los separaba estaba llena de copas, jarras y platos aún calientes. Sirvientas entraban y salían siguiendo las órdenes de su alteza, trayendo vino y retirando lo que ya se había vaciado.
Yin permanecía sentada en silencio, sus manos apoyadas con elegancia sobre su regazo. Su expresión era serena, imperturbable. No sonreía, no fruncía el ceño, no dejaba escapar sus pensamientos por la mirada. Para muchos, aquella compostura inexpresiva sería un gesto de desprecio, sobre todo frente al privilegio de ser cortejada por un príncipe. Pero Yin no era como los demás. No podía amar, no podía odiar. Las emociones no vivían en ella. Y eso hacía de cada encuentro un laberinto sin salida.
El príncipe la observaba desde el otro extremo de la mesa, con una copa de vino entre los dedos. Sonrió, aunque sus ojos delataban una inquietud latente.
—¿Yin, por qué esa cara tan larga? —preguntó con una voz suave, arrastrando las palabras como si las pesara con el vino—. ¿No te agrada mi compañía?
Ella lo miró con cortesía.
—Alteza, no lo malinterprete. No es eso...
—¿Entonces qué es? —la interrumpió con una ceja alzada—. ¿Mi gracia no es suficiente para ti?
—Lamento si mis gestos han transmitido eso. No era mi intención —respondió con calma.
El príncipe entrecerró los ojos y dejó su copa sobre la mesa. Su voz cambió de tono.
—¡Quiero que todos salgan! Nadie debe entrar a esta habitación si no es una emergencia. Quien lo haga... será ejecutado.
La orden fue tajante. En cuestión de segundos, sirvientas y guardias desaparecieron tras las puertas, dejando el salón envuelto en un silencio espeso.
Yin sabía lo que probablemente vendría, pero no mostró alarma. Su compostura no se rompía ni ante la tensión ni ante el aislamiento. Se quedó sentada con la misma serenidad con la que había llegado.
El príncipe volvió a servirse vino y alzó su copa hacia ella.
—Sírveme tú, Yin —ordenó.
Ella obedeció sin demora. Mientras vertía el líquido en la copa, fingió una sonrisa leve, apenas curvada, lo suficiente para no incomodarlo.
—¿Sabes? —dijo él, recostándose ligeramente hacia ella—. Es la primera vez que estamos solos, sin interrupciones, sin ojos observando.
Yin alzó la mirada con cautela.
—¿Qué desea decir con eso, alteza?
Él sonrió. Esta vez su sonrisa era distinta, más íntima.
—Me gustas, Yin —declaró, directo—. Desde el primer día que te vi en la ceremonia de bienvenida. Eras tan diferente, tan callada... tan enigmática. Ahora que te conozco más, me resultas aún más hermosa. Eres... la única que no puedo predecir.
Yin lo miró, apenas sorprendida. En su rostro, sin embargo, no se dibujó reacción alguna. Por dentro, su mente buscaba una explicación. ¿Por qué la sorprendía? ¿No debería sentir nada? ¿Entonces por qué el corazón, aunque silencioso, parecía escuchar con más atención?
—Alteza... yo...
—No tienes que responder ahora —la interrumpió, con una mano levantada—. Sé que debe parecer repentino. Solo quiero que sepas que te he elegido. Serás la madre de mis hijos, la futura madre de esta nación. Pero no te obligaré... No quiero eso. Quiero ganarme tu voluntad. Tu corazón.
—Majestad, se equivoca si piensa que... —intentó hablar, pero él la detuvo, otra vez.
—No me rechaces, Yin —dijo con una voz casi suplicante—. Solo... no me rechaces.
Ella suspiró con delicadeza. Se levantó lentamente y se inclinó ante él con respeto.
—Me honra con sus palabras, alteza. Pero le ruego que no se precipite. Recuerde que aún está prometido con la princesa del Sur. No deseo convertirme en una causa de discordia.
—No amo a la princesa del Sur. Jamás lo hice —replicó con vehemencia. Se acercó y la tomó suavemente por los brazos, impidiéndole inclinarse—. No tienes que ser tan seria conmigo, Yin. Ahora sabes lo que siento por ti.
Ella lo miró fijamente. Por un instante, deseó poder corresponder, aunque fuera con una emoción mínima. Quizás así podría dar una respuesta adecuada. Pero no. Solo silencio. Solo vacío.
El príncipe, sin dejar de mirarla, alzó su mano y acarició su mejilla con ternura. Yin no apartó la vista ni se movió. Su rostro seguía inalterado, mientras él buscaba, con desesperación silenciosa, una grieta en su inexpugnable serenidad.
Acercó sus labios a los de ella con lentitud. La besó con suavidad, buscando provocarle una reacción, aunque fuera mínima. Yin no respondió, pero tampoco lo detuvo. Cuando sintió la lengua del príncipe entrar sin aviso, algo dentro de ella se tensó. Aquella humedad inesperada, aquella invasión, le resultaba ajena, desagradable. No era deseo, ni asco. Era la incomodidad de no comprender lo que estaba sucediendo.
Intentó alejarse. Puso las manos sobre su pecho para marcar distancia, pero él la rodeó con fuerza, como si temiera que escapara. Sus besos se volvieron más urgentes, más insistentes. Yin se tensó, atrapada en una situación que no podía controlar. Algo en su mente comenzo a divagar, por primera vez su cuerpo y su mente se hallaban en una disputa, entre el sí, y el No, pero... ¿Que respuesta sería correcta para un príncipe?
Él no quería dejarla ir. Quería marcarla. Quería hacerla suya.
Pero no era amor lo que había en su mirada. Era deseo disfrazado de promesa.
Yin, aún sin emociones, entendía que aquello no era lo correcto. Que algo en esa escena estaba mal, aunque su corazón no se agitara como el de una mujer asustada. Sabía que debía detenerlo. No por ella. Sino porque nadie merece ser amado a la fuerza.