Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 25

—¡A-alteza! ¡Por favor...! —jadeó Yin, su voz temblorosa, atrapada entre el miedo y el desconcierto. Su respiración era errática, su pecho subía y bajaba con desesperación mientras intentaba zafarse de las manos que la sujetaban con fuerza.

El príncipe la empujó al suelo sin miramientos, como si ya no tuviera control sobre sí mismo. Se colocó encima de ella, inmovilizándola. Sus manos atraparon sus muñecas y sus piernas bloquearon las de ella. No había espacio para huir, ni tiempo para pensar.

Sus labios, cálidos pero intrusivos, se deslizaron desde su cuello hasta su clavícula, marcando cada rincón con besos que no pedía. Ella giró el rostro, evitando su mirada, deseando desaparecer.

—¡Príncipe, suélteme! —gritó con fuerza, con lágrimas en los ojos—. ¡Esto no está bien! ¡Por favor!

—Tranquila... seré gentil contigo —susurró él, ignorando el terror evidente en su voz.

Con una sola mano le sujetó las muñecas y con la otra empezó a explorar su cuerpo. Bajó por su cintura, empujando el encaje de su ropa con dedos impacientes. Yin apenas podía moverse; su cuerpo se resistía, pero él no se detenía.

En ese momento lo comprendió: incluso allí, incluso en medio del abuso, no sentía nada. Nada que se pareciera al amor o al deseo. Nada más que vacío. La escena que para muchos podría haber significado intimidad, para ella era una pesadilla sin forma.

Las casamenteras decían que cuando uno se entregaba al ser amado, el corazón latía con fuerza. Que las mariposas revoloteaban en el estómago. Que era sagrado.

Pero esto no era sagrado. Era profano. Un acto sucio envuelto en desesperación y egoísmo.

Lo único que sentía era una mezcla helada de asco y rabia. El cuerpo del príncipe le resultaba repulsivo, su cercanía la enfermaba. Esa repulsión se arrastraba como una sombra densa por sus venas.

—Esto no puede estar pasando —susurró, apenas audible—. Esto no es real...

Él no escuchaba. Estaba demasiado concentrado en desnudarse, despojándose de la ropa con rapidez. Su mirada había perdido toda ternura. En sus ojos ya no había duda, solo deseo animal.

—Aguanta un poco más, Yin... Tal vez así rompas la maldición —murmuró, como si su locura tuviera sentido.

Aquella frase fue como una puñalada.

¿Romper la maldición...? ¿A qué costo?

Las lágrimas corrían por su rostro. Su cuerpo temblaba. Él no era un desconocido, y eso lo hacía aún peor. La conocía, la admiraba... ¿no? Entonces, ¿por qué le hacía eso?

Sintió cómo él forzaba sus piernas, separándolas con su rodilla. Su cuerpo ya no le respondía. La espada, pensó. ¿Dónde está la espada?

Y entonces ocurrió.

Un estremecimiento atravesó su pecho. Un calor extraño, violento. Una energía que no había sentido desde su infancia, cuando el cielo pareció quebrarse en medio de una tormenta. Una fuerza que no era suya... pero también lo era.

Gritó.

Un alarido animal se escapó de su garganta. Su cuerpo se arqueó, poseído por una energía que no entendía. El príncipe retrocedió de inmediato, su rostro desencajado por el miedo.

Yin convulsionó sobre el suelo, las venas marcadas en su cuello, su espalda curvándose como si algo quisiera salir desde dentro.

—¡Yin! ¿Qué te pasa? —exclamó él, retrocediendo. Ya no era valiente. Era solo un niño asustado.

Ella intentó hablar, señalar la espada junto a la entrada, pero apenas pudo alzar el brazo.

—Dámela... por favor... —suplicó, la voz entrecortada por el dolor.

—¿Estás loca? ¡No! ¡No voy a dejar que te suicides! —vociferó, y sin pensarlo dos veces, huyó.

Cobarde.

La espada cayó al suelo, a pocos pasos de su mano. Yin la miró con desesperación. Sus dedos temblorosos se arrastraron por el suelo hasta alcanzarla.

Y entonces, la voz volvió.

Tómala... susurró, como una serpiente. Hazlo. Termina con esto. Libérate.

—¡Cállate! —gritó, golpeándose la cabeza, con la espada aún en mano.

El frío se intensificó. Ya no era solo dolor físico. Era su mente quebrándose, la grieta final.

Nadie vendrá por ti. Estás sola. Siempre lo has estado.

—¡Mentira! ¡Yo... no...! —jadeó, sujetando la hoja de la espada contra su pecho.

Pero justo entonces, un destello blanco llenó la habitación. Una figura femenina apareció en el umbral. Una joven con túnica clara, cabello negro como la tinta y un aura de luz envolvente.

Se acercó corriendo. Su mirada era pura, sincera. Como la de alguien que había cruzado mundos para llegar a ella.

—¡Princesa! ¿Qué está haciendo? —exclamó, arrodillándose a su lado.

—¿Princesa? —susurró Yin, confundida.

—No puedo dejarla morir así —dijo la joven, colocando la mano sobre su pecho. Un calor suave reemplazó al hielo. Su cuerpo dejó de temblar, su respiración se normalizó.

—Yo... te conozco... —susurró Yin.

—Lo sé —respondió la joven.

Voces se escucharon a lo lejos. Pasos. El príncipe regresaba con los guardias.

—¡Aquí! ¡Rápido! ¡Algo le pasa!

—Tengo que irme —dijo la joven—, pero volveré por usted.

Y desapareció.

Una luz. Un suspiro. Un milagro. O quizás... un recuerdo.

Los guardias irrumpieron, seguidos del príncipe. Pero para entonces, Yin ya no estaba consciente. El dolor la había dejado en un sueño profundo, donde el silencio lo cubría todo.

Un silencio más acogedor que cualquier caricia.




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