Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 27

La joven se mantuvo en pie al borde de la cascada. El viento helado despeinaba suavemente sus cabellos, y las gotas del rocío le empapaban la túnica blanca. Aunque sus manos no temblaban, sus labios se entreabrían como si aguardaran una señal, una súplica, una última palabra. No había sido ella quien empujó a Yin, pero sí había sido la causante de su descenso... su quiebre espiritual. La culpa le pesaba, y sin embargo, no podía apartarse. No todavía.

Permaneció inmóvil, contemplando el vacío que se abría más allá del abismo, esperando que, al menos, su señora le diera una última mirada. Pero nada ocurrió. Solo el silencio.

Entonces lo sintió. La presencia se manifestó con el leve crujido de la escarcha bajo los pies de alguien más.

Giró su rostro apenas unos grados. A su lado, se encontraba un hombre de estatura imponente, cubierto con una túnica blanca impecable, hecha a su medida con una precisión que desafiaba lo humano. Su energía era contenida, pero su sola presencia parecía alterar el equilibrio del lugar. Sus ojos, profundos y oscuros, ocultaban una tormenta de emociones.

—¿Quién ordenó esto? —preguntó, su voz grave y sombría.

La joven cerró brevemente los ojos, exhaló y, con la manga de su túnica, secó la única lágrima que se le había escapado. Luego se irguió, recta y firme, como la servidora que era, como una sinsaya destinada a servir hasta el final.

—Su Alteza Shàngdì ordenó su regreso al reino de los mortales —respondió con respeto.

El joven soltó una risa seca, irónica, casi cruel.

—¿Ustedes, las mujeres del templo espiritual, son todas así de frías? ¿O es solo tu señora... y tú?

La joven lo miró con serenidad, aunque en el fondo hervía una herida antigua que no terminaba de cerrar.

—Es nuestra naturaleza, Alteza. Usted lo sabe mejor que nadie —replicó, sin apartar la vista.

El hombre entrecerró los ojos. No había odio en su expresión, solo una amarga resignación.

—¿Por qué le dijiste que tendrán hijos? —preguntó con un dejo de rabia contenida—. Hace tres mil años, Yin aceptó convertirse en portadora. Desde entonces... ni siquiera puede tocarla.

—Ella no lo recuerda —afirmó el joven con suavidad.

—¿Y crees que al recordarlo todo será como antes? —preguntó la sinsaya, con una ironía apenas disimulada—. Alteza, con todo respeto, le sugiero que empiece a aceptar la idea de que la ha perdido para siempre.

Guardó silencio un momento, observando cómo los copos de nieve danzaban en el aire como pétalos de flor.

—Porque las portadoras... jamás sienten amor —concluyó.

Y, con una última reverencia, se dio la vuelta y desapareció entre la niebla.

Narra la Sinsaya

Durante siglos, las portadoras fueron el símbolo de esperanza y estabilidad para los tres reinos. Mujeres sagradas, elegidas desde su nacimiento, con la capacidad de canalizar la energía ancestral del universo. Gracias a ellas, reinó la paz... y la armonía prosperó.

(Una imagen antigua: tres mujeres imponentes, cada una al frente de una multitud. Un reino celeste, uno mortal, y otro terrenal.)

Pero todo cambió en un abrir y cerrar de ojos.

(Se escuchan gritos, el llanto de niños, el rugido del fuego y el eco de una batalla.)

Ese paraíso que tanto venerábamos nos fue arrebatado.

Las sinsayas —nosotras, las guardianas, consejeras y compañeras de las portadoras— también perdimos nuestro hogar. Y con cada misión fallida, con cada portadora caída... se desvanecía también nuestro propósito.

(Imagen de Yin, arrodillada ante el emperador anterior y su reina. Sus ojos vacíos, sus labios sellados por el deber.)

Esta es nuestra última oportunidad. La última misión para recuperar el favor del rollo sagrado... y redimir nuestras vidas.

Solo queda una profecía por cumplir.

—Yin —dijo su hermano, el emperador Shàngdì, con la voz quebrada por la impotencia—. Cuando todo esté listo, deberás dormir por mil años. Solo así despertarás todo tu poder... solo así podrás cumplir el último mandamiento del rollo sagrado.

Estaban en los aposentos compartidos del palacio celestial. El lugar era silencioso, protegido del bullicio de la corte, como si el tiempo se detuviera dentro de esas paredes.

Yin, sentada frente a su espejo, peinaba con lentitud su cabello largo y blanco como la nieve. En su reflejo, no veía a una diosa, ni a una mujer, ni a un alma. Solo a una criatura vacía, atrapada por designios antiguos.

—Hermano —susurró con voz melancólica—, ¿recuerdas cuando papá nos reunía para contarnos los cuentos de nuestros orígenes? De niños, nos reíamos. Pensábamos que eran absurdos.

Shàngdì la miró, confundido.

—¿Y ahora? —dijo ella, sin apartar la vista del espejo—. ¿Aún crees que lo son?

Giró lentamente sobre el cojín, sus pies desnudos rozando el suelo. Alzó la vista y lo contempló. Él, vestido con su túnica de ceremonia, no parecía el emperador que todos reverenciaban. Solo era un hombre... un hermano, atrapado en una red de deberes y afectos que no sabía cómo deshacer.

—Mírate —dijo Yin con una sonrisa suave, sin mostrar los dientes—. Ahora eres el emperador del reino celestial... Y yo, yo soy solo una gema. Igual que en los cuentos.

Se puso de pie, caminó hacia él con pasos elegantes y lo abrazó. Él se derrumbó entre sus brazos. Su cuerpo temblaba. Ella lo sostuvo con delicadeza, como si abrazara a un niño.

Un viento frío entró por la ventana, helando el ambiente con un susurro ancestral. Voces femeninas comenzaron a recitar un ritual antiguo en un idioma olvidado. Era el momento.

Yin se separó con dulzura. Con el dedo índice, secó una de las lágrimas de su hermano y le sonrió por última vez.

—Tal vez así... pueda entender el significado de estas lágrimas —susurró.

Shàngdì intentó hablar, pero sus palabras se ahogaron en el dolor. Yin cerró los ojos. Su cuerpo comenzó a desvanecerse lentamente, desintegrándose en partículas de luz mientras el viento las llevaba con suavidad. A su alrededor, el canto ritual aumentaba de intensidad.




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