Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 28

Los días pasaban lentos, pesados como la niebla espesa que envolvía la mansión Mein. Yin yacía inmóvil en la habitación de la pequeña Xyn, decorada con tonos durazno y colgantes delicados, todo en un intento desesperado de preservar algo de calidez en medio de la desesperanza. Los médicos imperiales ya habían bajado los brazos, sus ungüentos, agujas de oro y plegarias no habían surtido efecto. Ni los curanderos más sabios ni las fórmulas ancestrales parecían tener poder sobre el letargo de Yin.

"Un caso perdido", decían con resignación, sin atreverse a mirar a los ojos de su madre, quien no se movía de su lado. La familia entera había comenzado a prepararse para lo inevitable, aunque nadie osaba pronunciar la palabra "muerte".

Pero entonces, sin previo aviso, algo cambió.

Desde dentro de su mente, Yin se debatía entre sombras y fragmentos de memorias, sintiendo cómo cada pedazo de su cuerpo ardía... pero no con fuego. Era un frío punzante, doloroso, que parecía quemar desde adentro. Las emociones olvidadas golpeaban su pecho con violencia. Una sensación nueva la invadía: no era miedo, ni rabia... era vacío. Un vacío tan profundo que dolía respirar dentro de él.

Sus párpados se agitaron levemente. Todo era borroso, luces filtradas, formas sin definir. Los sonidos llegaron después: pasos apresurados, el crujir de la madera, el susurro del viento colándose por la ventana. Reconoció el aroma a té de loto, una fragancia conocida que le dijo una sola cosa: estaba en casa.

Intentó mover el brazo, luego las piernas. Un tirón punzante le cruzó el abdomen. El más leve movimiento parecía desatar tormentas en sus músculos. Aun así, con esfuerzo, se incorporó apenas, apoyando su espalda contra la cabecera acolchada. Observó con lentitud la habitación, reconociendo los pequeños adornos de la pequeña Xyn. Las flores secas colgadas en hilos de colores, los cojines bordados, la lámpara de aceite con forma de melocotón.

Entonces, la puerta se abrió de golpe.

Una esclava joven, con ropas de lino entre los brazos, quedó paralizada al verla. Sus ojos se agrandaron como platos y dejó caer la ropa que cargaba, llevándose una mano al pecho con incredulidad.

—¡T-tengo que avisarle al amo! —exclamó antes de salir corriendo, gritando por los pasillos—. ¡La señorita Yin ha despertado! ¡Ha despertado!

Yin apenas alcanzó a parpadear antes de que un torbellino de pasos inundara el corredor. En menos de un minuto, la habitación se llenó. Su madre fue la primera en entrar, seguida por varias esclavas. Corrió hacia la cama, se arrodilló frente a ella y la abrazó con desesperación.

—¡Hija! —exclamó entre sollozos, tocándole el rostro, palpando sus brazos, asegurándose de que no era un sueño—. ¿Te duele algo? ¿Puedes hablar? ¿Estás bien?

Yin observó su rostro con detenimiento. Las ojeras profundas, el rostro demacrado, el temblor en sus manos. Nunca había visto a su madre tan frágil.

—Madre... ¿por qué te ves tan mal? —susurró, alzando su mano temblorosa para acariciar su mejilla.

En cuanto su piel tocó la de su madre, una oleada de emociones la invadió. Dolor, cansancio, ansiedad... y una tristeza tan profunda que le estrujó el pecho. Yin soltó un jadeo y retiró la mano. Una lágrima rodó por su mejilla.

Por primera vez, comprendía lo que significaba sentir el dolor de otro. No con la razón, sino con el corazón.

Su madre la miró sorprendida por su reacción, y con ternura, fue ella quien acarició su rostro.

—No tienes que hablar, amor mío. Estás aquí, eso es todo lo que importa ahora.

Su padre llegó poco después, como una sombra alta y solemne en el umbral. Su rostro estaba rígido, pero sus ojos traicionaban la emoción contenida.

—¿Cómo te sientes, Yin?

—No muy bien, padre... —respondió con voz débil—. Pero estoy viva.

Él asintió, su figura imponente se relajó apenas. La madre se puso de pie con dificultad y ordenó a las esclavas que prepararan una infusión de jengibre con raíz celestial, una medicina potente. También pidió un baño caliente y ropa cómoda. Las criadas corrieron a cumplir sus órdenes, como si de repente, toda la casa hubiera despertado con ella.

Yenih, su dama de compañía, fue quien la asistió durante el baño. Con movimientos suaves, vertía agua tibia sobre su espalda mientras Yin cerraba los ojos.

—Lamento no haber estado cuando abrió los ojos —dijo con voz baja—. Me encargaron otros asuntos, pero regresé en cuanto supe.

—No tienes que disculparte —murmuró Yin—. Estás aquí ahora... eso es suficiente.

Hubo un breve silencio. Yin respiró hondo.

—Yenih... ¿cuánto tiempo estuve dormida?

—Siete días, mi señora.

—¿Tanto...?

—Desde el incidente en el palacio. El primer príncipe trajo a su propio médico, pero nadie pudo hacer nada. Cuando lo intentaron todo, su familia decidió traerla de regreso aquí, para que al menos descansara entre los suyos.

—Y pensaron que no despertaría...

—La verdad... sí. Todos perdieron la esperanza. Todos menos Xyn.

Yin sonrió, apenas.

—Siempre tan testaruda...

Después del baño y el cambio de ropa, la habitación fue reorganizada. La cama fue adornada con cojines más firmes, las ventanas abiertas para que entrara aire puro. Fue entonces cuando llegaron Xyn, Chanzu y Xiao Ba.

Xyn ordenó a todos salir. La habitación se quedó en silencio, salvo por los pasos ligeros de sus visitantes.

—Así que... sigues viva —dijo Xiao Ba, con tono burlón—. Una lástima. Ya iba a reclamar tu caballo y a Yenih como compensación.

—¡Xiao Ba! —protestó Xyn, frunciendo el ceño—. No es momento para bromas.

Chanzu se acercó con una seriedad templada, y se inclinó levemente.

—Nos tuviste al borde del abismo, Yin. Pensamos que te perderíamos.

—Lo sé —susurró ella—. Y lo siento...

Con dificultad, se incorporó con la ayuda de Xyn. Se arrodilló, haciendo una profunda reverencia ante sus hermanos.




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