Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 29

Mientras tanto, en lo profundo del Palacio Imperial, en uno de los grandes salones cuyo techo parecía tocar el cielo, reinaba un silencio abrumador. Allí, bajo las columnas talladas con dragones dorados y los tapices bordados con hilos de jade, se encontraba el emperador, sentado en su trono de marfil, observando con frialdad la escena frente a él.

Arrodillado en el suelo de piedra, cubierto de tierra y sangre seca, el primer príncipe temblaba. Su túnica estaba hecha jirones, sucia y raída, más digna de un mendigo que de un heredero. Sostenía con ambos brazos extendidos dos cubetas llenas de agua, los músculos de sus brazos temblaban por el peso, sus rodillas crujían de estar tanto tiempo en esa postura. Cada vez que sus brazos bajaban apenas unos centímetros, el látigo silbaba en el aire y se estrellaba contra su espalda desnuda con un chasquido seco, arrancándole un gruñido apagado de dolor.

Pero el emperador no parpadeaba.

—¿Acaso piensas que eres invencible por ser mi hijo? —dijo el emperador, su voz tan afilada como una hoja de acero—. Quisiste mancillar la honra de la hija de un general. Peor aún... intentaste poseer a la hija de mi hermana menor. Has traicionado no solo a tu sangre, sino al imperio entero.

El príncipe bajó la cabeza, mordiéndose la lengua. El castigo era brutal, sí, pero nada comparado con la humillación. Los sirvientes no se atrevían a levantar la vista. Solo los guardias, como estatuas, observaban en silencio, sin mostrar compasión.

De pronto, la puerta del salón se abrió con estrépito.

—¡Alteza! —gritó un guardia imperial, jadeante, entrando con prisa—. Suplico perdón por la interrupción.

—¡¿Qué sucede ahora?! —rugió el emperador, claramente irritado por la intromisión—. ¿Acaso no ves que estoy disciplinando a mi hijo?

El guardia cayó rostro a tierra, sin atreverse a levantar la mirada.

—Vengo con noticias de la segunda casa, su majestad —dijo con respeto.

—Está bien, levántate —ordenó el emperador con un gesto impaciente—. Habla de una vez.

—La joven Yin ha despertado de su coma. Nuestros hombres informan que ya se encuentra estable. Está siendo cuidada por sus sirvientas y por su madre, la princesa Jin Joo. No hay señales de peligro inmediato.

El emperador guardó silencio. Se giró lentamente hacia su hijo, cuyas manos aún temblaban por el esfuerzo. La mirada del príncipe se alzó, buscando la reacción de su padre, pero solo encontró frialdad. Tras un instante de reflexión, el emperador se volvió hacia el guardia.

—Puedes regresar a tu puesto.

El guardia asintió y se retiró de inmediato.

—Basta por hoy —ordenó entonces el emperador a los guardias que vigilaban al príncipe—. Que lo atiendan. Quiero que lo dejen impecable. Que no quede rastro de su vergüenza en su cuerpo, pero que recuerde cada segundo de esta lección.

Los guardias obedecieron sin demora. El príncipe fue retirado de la sala, casi inconsciente. Las esclavas lo llevaron hasta su habitación, la misma donde había intentado ultrajar a Yin. Allí, lo recostaron con cuidado y comenzaron a desvestirlo para curar sus heridas. Una preparaba agua para el baño, otra cocinaba, y una tercera organizaba ropas limpias. Nadie dijo una palabra, pero todas compartían un mismo pensamiento: el castigo del cielo era justo.

Dos días después

El sol brillaba con fuerza sobre la casa de la princesa Jin Joo. Los cerezos comenzaban a abrir sus flores y los jardines olían a jazmín fresco. Yin caminaba lentamente por los senderos de piedra, su largo hanfu azul cielo ondeaba con la brisa. Su rostro, aunque aún algo pálido, había recuperado el brillo, y en sus ojos oscuros danzaba una nueva luz.

A su lado, fiel como siempre, iba Yenih. Ambas compartían risas discretas, recuerdos de infancia y breves silencios que solo las verdaderas amigas sabían disfrutar.

—Parece que las flores también han despertado conmigo —comentó Yin, sonriendo al ver una mariposa posarse sobre un lirio blanco.

—Todo el jardín estuvo apagado sin ti —respondió Yenih con dulzura—. Hasta los pájaros parecían más callados.

Se detuvieron bajo una pérgola adornada de glicinas. Pero su momento de paz no duró mucho. Un grupo de pasos firmes se aproximó desde el fondo del jardín. Era Xiao Ba, acompañado de su escolta personal. Su expresión era solemne, el ceño ligeramente fruncido. Al verlas, se detuvo y saludó con una leve reverencia. Yenih y Yin respondieron de inmediato.

—Necesito hablar con mi hermana —dijo Xiao Ba—. A solas.

Yenih asintió y se alejó junto al escolta, dejándolos solos.

—¿Paseamos? —preguntó Xiao Ba.

Yin asintió y comenzaron a caminar juntos entre los cerezos.

—¿Cómo te sientes? —preguntó él, rompiendo el silencio—. ¿Estás mejor?

—Sí... físicamente casi no siento dolor. Las quemaduras han sanado, y los músculos han recuperado fuerza. Pero... —guardó silencio un momento—. A veces tengo la sensación de que algo me observa... como si el agua aún me llamara desde el fondo.

Xiao Ba asintió con gravedad.

—Yin, hay algo que debemos discutir. Sé que este no es el momento ideal, pero no puedo seguir ocultándotelo.

Ella lo miró con extrañeza.

—¿Qué ocurre?

—¿Recuerdas el día del incidente? Antes de que todo ocurriera, mientras salíamos de la clase de conducta... uno de nuestros compañeros tuvo una especie de ataque.

Yin frunció el ceño.

—Sí, claro que lo recuerdo.

—Ese mismo día, Zhao Chen y Wong Chuye fueron a ver al maestro Xu.

—¿¡Qué!? —exclamó Yin, incrédula—. ¡Fueron a ver a ese viejo loco! ¿Están mal de la cabeza? ¡Sabes que está prohibido! Ese hombre ha sido desterrado por practicar magia oscura.

—Lo sé —dijo Xiao Ba con calma—. Pero él también fue nuestro maestro de Kung-fu. Nos entrenó durante años y nos salvó más de una vez. Lo respetan incluso entre las sombras del Imperio.

Yin cruzó los brazos, indignada.




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