—¿Qué está pasando allá adentro? —preguntó Zhao Chen, caminando de un lado a otro, visiblemente ansioso. Sus manos sudaban y sus pasos resonaban en el suelo de tierra con creciente impaciencia.
Wong Chuye no se quedaba atrás. Observaba fijamente la cabaña de madera como si con suficiente concentración pudiera atravesar las paredes y ver lo que ocurría dentro. Yenih, en cambio, permanecía sentada junto al maestro Xu sobre el tronco de un árbol caído. Ella apretaba las manos sobre su regazo y, aunque su postura era tranquila, sus ojos delataban preocupación. El viejo maestro, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, parecía rezar en silencio.
Finalmente, la puerta de la cabaña se abrió con lentitud. De ella salió la misteriosa joven de blanco, con una serenidad que contrastaba violentamente con la tensión que dominaba el ambiente. Cerró la puerta tras de sí con un movimiento suave. Todos la miraron, boquiabiertos. Ninguno se atrevía a hablar.
La joven los recorrió con la mirada hasta detenerse frente al maestro Xu.
—¿Usted es el maestro Xu? —preguntó con una voz tan suave como firme.
El anciano bajó la cabeza y asintió lentamente.
—Así es, mi señora.
La joven desvió entonces su atención a los chicos.
—¿Todos están bien?
Asintieron, aunque con evidente desconcierto.
Ella respiró hondo y regresó su mirada a Xu.
—Lo que hizo fue peligroso —su tono ahora era más severo—. Nadie, ni siquiera un maestro, debe intentar someter a una portadora con un hechizo. Eso solo provoca su ira. Pudo romper lo lo que la contenía. Puso en riesgo su vida, la de estos jóvenes... e incluso la de ella misma. Fue un acto temerario, indigno del título de maestro. Ha perdido el favor de nuestra orden.
El rostro del anciano palideció. Se arrodilló con dificultad y, con voz entrecortada, suplicó:
—Mi señora, por favor, perdóneme... Yo no sabía que Yin era...
Miró de reojo a los muchachos, dudando si debía decirlo en voz alta.
Pero antes de que pudiera terminar, Wong Chuye se adelantó, encendido de indignación.
—¿Quién se cree que es para hablarle así a mi maestro?
—¡Chuye, basta! —le reprendió Xiao Ba—. Pide disculpas.
—¿¡Disculpas por qué!? ¡Ni siquiera sabemos quién rayos es!
La joven lo miró con ojos tranquilos. Con apenas un gesto, su energía se deslizó como un hilo invisible hacia él. Chuye intentó dar un paso atrás, pero sus piernas se doblaron sin su voluntad. Fue forzado a caer de rodillas, luego a postrarse con las manos al suelo. Sus músculos temblaban, luchando contra una fuerza mayor.
—¡Suelta mi cuerpo! —gruñó con esfuerzo, los dientes apretados.
La joven mantuvo el control sin despeinarse. Luego, giró su rostro hacia Xiao Ba y se acercó a él con paso solemne. Posó ambas manos en sus sienes.
—¿Puedo ver tus recuerdos? No te haré daño —dijo con dulzura.
—¿Eh...? Supongo que sí —respondió Xiao Ba, confundido pero dispuesto.
La conexión fue inmediata. En su mente, los recuerdos comenzaron a proyectarse como una serie de escenas vivas: él y Yin jugando en la infancia, corriendo entre los cerezos, riendo. La vio llorar, la vió ser libre, cantar, peinarse como una pequeña sin temor, la vió ser abrazada por él. Momentos simples, pero llenos de humanidad.
La joven observó en silencio, con una expresión suave. Xiao Ba sintió el calor de su proximidad y, sin poder evitarlo, sus mejillas se tiñeron de un leve rosado. Yenih lo notó y frunció el ceño.
—¿Qué clase de chica es esta...? —murmuró para sí.
Cuando terminó, la joven se alejó con respeto y murmuró: —Gracias...
—¿Quién eres?... —preguntó Xiao Ba, esta vez con más firmeza.
Ella no respondió de inmediato. En cambio, se volvió y caminó hacia la cabaña. Los demás la siguieron, sin atreverse a detenerla.
Al entrar, la encontraron de pie junto a la cama de Yin. Su silueta blanca contrastaba con la penumbra de la habitación, iluminada solo por los faroles de papel. La joven mantenía las manos ocultas en las mangas largas de su túnica, jugueteando nerviosamente con los dedos.
—Supongo que quieren saber quién soy —dijo, sin mirarlos directamente.
Todos asintieron al instante, con los ojos bien abiertos.
—La persona que duerme frente a mí... —continuó— no es lo que ustedes creen.
Zhao Chen soltó una risa nerviosa.
—Sí, ya lo imaginábamos.
—Díganme, ¿cuántos años creen que tiene?
—¿Quince, como nosotros? —respondió Wong Chuye con escepticismo.
La joven negó con un gesto suave.
—Mi señora tiene más de cinco mil años de vida.
El silencio que siguió fue absoluto. Xiao Ba y Zhao Chen se quedaron sin aliento. Chuye incluso dio un paso atrás como si la información lo hubiera golpeado en el pecho.
—Yin... —continuó la joven— no es como ustedes...
Levantó las manos, y una proyección mágica apareció en el aire: una escena etérea se dibujó ante ellos como una pintura flotante. En ella, cielos divididos entre luz dorada y sombras abismales. Apareció un trono flotante, tallado en jade y nubes junto un hombre de mirada eterna sentado sobre él, alto y majestuoso, ataviado con ropajes celestiales, se postraba ante una mujer de incomparable belleza: la Diosa Lunar.
—Mucho antes de la existencia de los humanos, el Emperador Celestial era el soberano absoluto del firmamento. Su voz podía mover planetas y su juicio era ley. Pero su alma, como la de muchos poderosos, era solitaria...
Una nueva figura descendía del cielo en una nube de plata. Era la Diosa Lunar, cuya luz era tan pura que calmaba incluso a las estrellas más inquietas.
—Así que selló su unión con la Diosa Lunar: guardiana de los portales entre sueños y muerte. Intocable. Eterna. Hermosa... Pero, ella no lo amaba... su corazón pertenecía a otro: Aiton, el emperador del Reino de las Sombras.
La imagen cambió a una escena íntima: la diosa escondida en los brazos de un ser oscuro, pero igualmente majestuoso. Luego, tres niñas envueltas en luz dorada. —De esa unión nacieron tres hijas. Seres que no debieron existir. En su interior, cada una de ellas albergaba una parte del legendario Sello Dorado, una fuente de poder tan antigua que solo el Emperador Celestial y el Rey del Inframundo sabían dominar.