Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 33

—Sin embargo —continuó la joven de blanco con voz suave pero grave—, al ver que el Sello Dorado poseía un poder que incluso los dioses temían, el Emperador Celestial decidió destruirlo. No por maldad, sino por miedo... miedo a lo que el poder absoluto pudiera causar si caía en manos equivocadas. Pero justo cuando estaba por desintegrarlo, su hermano menor se interpuso.

Una nueva imagen flotó en el aire, ahora mostrando a dos dioses enfrentados. Uno irradiaba una luz blanca y dorada; el otro, una sombra profunda con ojos de fuego. Ambos extendían sus manos hacia el mismo núcleo dorado, pero con intenciones opuestas.

—El hermano del Emperador Celestial... el actual dios de la Oscuridad y señor del Reino Demoníaco. Aquel momento fue el principio del fin. La relación entre ambos se quebró, y con ella el equilibrio de los reinos. Desde entonces, todo aquel que naciera con la marca del sello fue condenado, visto como un ser impuro... maldito por la creación misma.

El aire se volvió más frío, como si incluso los árboles alrededor escucharan el relato.

—Las tres niñas... Yin, sus hermanas. Cada una nació con una parte del sello en su interior. Tres mitades que, al juntarse, se convertirían en un todo que podría reescribir la existencia. Pero los dioses pronto notaron que en sus corazones no había solo luz. Algo más crecía... algo oscuro, algo ajeno a la pureza del cielo.

La joven bajó la mirada, dolida por lo que decía.

—No eran completamente celestiales. La sangre de Aiton, el dios demonio, corría por sus venas. Y por ello, fueron juzgadas. Sin comprenderlas, sin darles oportunidad, el Emperador condenó a su esposa y creó un mundo aislado... una prisión perfecta, donde las tres niñas vivirían aisladas por mil años. Sin cielo. Sin tierra. Sin alma que las guiara.

—¿¡Mil años!? —exclamó Wong Chuye, con el rostro tenso—. ¡Eso es inhumano! ¡Ellas no tenían la culpa!

La joven asintió, pero su expresión no cambió.

—Y sin embargo, fue su destino. En ese mundo vacío, las hermanas crecieron. Aprendieron a hablar con los elementos, a controlar el tiempo, a forjar armas con su voluntad. Cada día se descubrían más poderosas... hasta que, un día, el Emperador volvió. Esta vez no con cadenas, sino con una nueva propuesta: una conexión con el Rollo Sagrado.

—¿Rollo Sagrado? —preguntó Xiao Ba, acercándose con los ojos entrecerrados—. ¿Qué es eso?

—Cinco ancianos. Seres primordiales, más antiguos que los propios dioses. No tienen rostro, solo capas que cubren su forma. No hablan... decretan. Su palabra es ley en todos los planos de existencia.

Una nueva imagen flotó sobre sus cabezas. Una mesa circular hecha de cristal, en ella estaban cinco figuras cubiertas de túnicas etéreas. Cada una sostenía un libro antiguo cuyas páginas se movían solas.

—El Emperador presentó a las niñas ante el consejo. El Rollo Sagrado vio en ellas el equilibrio perfecto entre caos y orden. Sus cuerpos eran únicos: mitad sangre celestial, mitad esencia demoníaca. Decidieron, entonces, "unificarlas".

—¿Unificarlas? —susurró Zhao Chen.

—Sí. Fusionar lo que estaba separado. Quisieron que la bondad en ellas superara el caos. Pero no lo lograron. En su intento de crear perfección, despertaron lo peor. El lado oscuro dominó. Sus emociones comenzaron a desvanecerse... primero la alegría, luego la tristeza, luego el amor. Al final, las niñas eran solo cuerpos poderosos... sin alma.

La imagen cambió. Tres niñas con los ojos vacíos flotaban sobre un círculo de fuego.

—Pero el Rollo no se detuvo. Para terminar su obra, sellaron en ellas tres gemas elementales: fuego, viento y frío. Las gemas reemplazaron sus corazones. Desde entonces, sus emociones fueron reemplazadas por fuerza. Se convirtieron en diosas con la capacidad de alterar la creación... con solo pensarlo.

Todos estaban boquiabiertos. Xiao Ba tragó saliva con dificultad.

—¿Y por qué lo hicieron? ¿Por qué tanto esfuerzo, tanto daño?

—Porque las necesitaban. Para pagar una deuda. Una que aún no ha sido saldada. Yin está aquí por eso. Su destino no es casualidad. La última profecía no es un mito... es el último candado antes de que la deuda sea cobrada.

Un silencio pesado cayó sobre el grupo. Xiao Ba sintió un vacío frío instalarse en su pecho.

—Entonces... ¿Yin? ¿Nuestra Yin?... ¿Es inmortal?

—Más que eso —susurró la joven—. Ella es la razón por la que tú, yo y este mundo aún existimos. Sin Yin, no habría cielo ni tierra.

—Pero... hablaste de tres hermanas —intervino Yenih—. ¿Por qué solo hablas de Yin?

—Porque entre las tres, Yin fue la única en despertar completamente su poder. Su núcleo es más fuerte. Ella lidera. Si lo desea... puede arrebatarte el alma con un parpadeo.

Las palabras eran imposibles de procesar. Era demasiada verdad... demasiada mitología... y, sin embargo, Yin estaba allí. Dormida. Frágil. Humana.

El maestro Xu, entendiendo la tensión, ofreció té. Yenih le ayudó a servir en silencio. El grupo se sentó en el patio de la cabaña de madera, bajo las hojas que susurraban como si también escucharan la historia.

Cada sorbo de té era un intento de asimilar lo que habían escuchado. Xiao Ba miraba su taza, con el corazón hecho un nudo.

—¿Xiao Ba? —susurró Zhao Chen—. ¿Estás bien?

—Sí... solo estoy pensando —respondió sin mirarlo, levantando su taza.

La joven de blanco lo observó con atención.

—Tienes muchas preguntas, ¿verdad?

Su voz lo sobresaltó. Tembló. Derramó la taza sobre su ropa. Se puso de pie de inmediato, avergonzado por estar empapado frente a dos mujeres. Se disculpó y huyó dentro de la cabaña.

Encontró una sala sencilla donde el maestro Xu guardaba ropa. Intentó quitarse el cinturón, pero no podía alcanzar el nudo en su espalda. Bufó, frustrado. Justo entonces, unas manos suaves deshicieron el lazo con facilidad.

—¡¿Qué haces aquí?! —gritó, girándose.

La joven sinsaya lo miraba con la misma calma serena de siempre.




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