Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 36

Al llegar al Reino Celestial, la Sinsaya no perdió tiempo. Su paso era firme y decidido. Avanzó por los largos senderos de mármol blanco entre jardines flotantes, donde los niños eran entrenados como guerreros celestiales y las niñas educadas como hadas de compañía. El ambiente era apacible, como cualquier otro día en el cielo: el clima sereno, los perfumes florales viajando con el viento, y las mujeres vestidas con ropajes perlados que reflejaban la luz del firmamento. Para cualquier visitante, era un paraíso. Para ella, solo era el preámbulo de una conversación difícil.

Al llegar a las puertas del palacio, la Sinsaya pidió audiencia con Su Majestad, el Dios Celestial Shangdi. Uno de los guardianes la reconoció al instante y, tras unos minutos de espera, se le concedió el paso hacia el despacho privado del emperador.

Allí, entre columnas doradas y tapices de historia antigua, el emperador la esperaba dibujando a su suerte con un pincel sobre un pergamino de seda. Cuando el guardia cerró la puerta tras ella, la Sinsaya se inclinó en una reverencia profunda. Su alteza respondió con un leve gesto de aceptación y le indicó que tomara asiento frente a él. También le ofreció una taza de té, pero ella rehusó con la cortesía que la caracterizaba.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó él con voz pausada—. Nunca vienes si no es para traerme malas noticias.

—Alteza —comenzó ella con serenidad—. Lamento si mi presencia se vuelve desagradable, pero el motivo de esta visita es su hermana... la gema del infierno.

El emperador detuvo su pincel. Sus ojos, aunque entrenados en el autocontrol, no pudieron evitar el leve temblor que precede al temor. La voz de la Sinsaya era suave, casi como un susurro, pero sus palabras estaban cargadas de peso. No hacía falta que dijera más. Shangdi ya lo intuía: aquello no era una buena señal.

—¿Qué ha ocurrido con Yin? —inquirió con gravedad.

—La princesa aún no ha despertado, y lo que tanto temíamos... está sucediendo. Su salud empeora día con día. He revisado su cuerpo humano y los efectos de la flor de Heraico lo están desgastando con mayor rapidez de lo previsto.

—¿Qué estás diciendo? —El emperador se irguió—. Según el Rollo Sagrado, su cuerpo debería resistir al menos veinte años más. Después de eso, su verdadera esencia —la gema— debería despertar. ¿Acaso me estás diciendo que el Rollo se equivocó?

—No, alteza. El Rollo no se equivocó. Pero lo que no previmos fue la intensidad del conflicto interno. Cada luna llena, las tres fuerzas dentro de ella luchan con más violencia. Cada una intenta dominarla. Es demasiado para un cuerpo humano. Y aunque Yin es especial... sigue siendo humana. Si esto continúa así, me temo que no vivirá lo suficiente para cumplir la última profecía.

Shangdi se levantó de su asiento, caminando en silencio por la estancia. Su ceño fruncido denotaba la tormenta que se agitaba en su mente.

—Para cuando la profecía deba cumplirse... Yin ya no será humana —dijo con voz firme—. Ella volverá a ser una portadora, como lo fue antes.

—Alteza... eso no es todo. Según la profecía, Yin ya debió haber despertado. Pero su cuerpo se resiste. Las tres fuerzas —fuego, viento y hielo— se enfrentan entre sí cada vez con más ferocidad. Cada luna llena, sus órganos se queman, se desgarran y se reinician, como si su interior se convirtiera en ceniza. Está muriendo... lentamente. Cuando el tiempo llegue, su cuerpo podría no resistir el cambio final.

El silencio se hizo eterno.

—Entonces debe resistir —sentenció Shangdi—. Si no puede hacerlo por sí sola... ordeno que tú la ayudes.

Los ojos de la Sinsaya se agrandaron.

—¡Alteza, le ruego que no me lo pida! ¡Eso va en contra de las órdenes del Rollo Sagrado! Además, antes de partir, mi señora dejó instrucciones muy claras. Usted mismo juró respetarlas. Si intervenimos, estaremos quebrando su voluntad y la ley sagrada.

—¡¿Quién te crees que eres!? —gruñó el emperador, perdiendo la compostura—. ¡No eres más que una creación! ¡Una Sinsaya! ¡Obedeces órdenes y nada más!

—Lo siento, alteza —respondió ella, inclinándose una vez más—. Pero yo obedezco a mi señora. Y hasta su último aliento, así será.

Shangdi la observó con rabia contenida. La mujer frente a él era imperturbable, casi irreal. Su rostro no delataba emoción alguna. Era como hablarle a una estatua esculpida con hielo. Entonces lo recordó: no podía sentir. —Claro... ¿cómo puede alguien entenderme si no sabe lo que es sentir? —se dio media vuelta con amargura.

La Sinsaya sonrió con tristeza.

—Tiene razón. No puedo sentir. No puedo entenderlo. No fui creada para eso. Pero el hecho de que no pueda sentir... no significa que no sufra.

Sus palabras lo detuvieron en seco.

—Fui formada a imagen de una mujer que nunca conoció el amor, que jamás ha derramado una lágrima. Pero esa misma mujer... si conoció el sufrimiento. Y todo lo que soy, lo soy por ella. Mi existencia está ligada a su alma. Y cada vez que ella sufre... yo lo siento. No porque tenga un corazón. Sino porque el dolor de ella se clava en cada fibra de lo que soy.

Shangdi no respondió.

—En estos cinco mil años, he presenciado cada herida, cada cicatriz que dejó su historia. Usted no estuvo allí para verla quebrarse. Yo sí. He sido testigo de su soledad. De la desesperación de no saber por qué ya no podía llorar. De no entender por qué el amor dolía más que la muerte. Y lo peor de todo... es que yo no podía hacer nada. Nada, alteza. Solo observarla destruirse desde dentro.

La Sinsaya dio un paso al frente. Su voz era suave, pero cortante como un cristal.

—Así que, con el mayor de los respetos, le pido que no juzgue a una creación. Porque puede que no tengamos alma... pero sí llevamos las cicatrices de aquellas que nos dieron vida.

Hizo una pausa.

—Dígame, Su Majestad... ¿alguna vez la observó con atención, en silencio? ¿Alguna vez intentó mirar más allá de su frialdad para descifrar su verdadero dolor? ¿Alguna vez se preguntó qué escondía detrás de esa mirada distante? Si no lo ha hecho... entonces, por favor, no nos juzgue a nosotras, que hemos vivido con ella cada uno de sus infiernos.




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