Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 37

Tras la partida de la Sinsaya, el emperador Shangdi no tardó en ordenar que trajeran ante él a las otras dos Sinsayas, siervas de las gemas del Fuego y del Viento. Una hora después, ambas se presentaron ante el palacio imperial. Su apariencia era tan imperturbable como la de la primera: mujeres de rostro sereno, ojos grises vacíos de compasión, postura erguida y aura de mística belleza. Eran misteriosas, inquebrantables, como talladas por la misma esencia divina que habían jurado servir. Pero a ojos del emperador, no eran más que esclavas de un destino cruel.

—Quiero que me digan qué ha sucedido con sus amas. —La voz del emperador resonó como un trueno contenido—. Se supone que ya es tiempo de que despierten.

Las Sinsayas no alzaron la mirada. No hablaban sin permiso, no sentían, no decidían. Solo obedecían. Finalmente, la Sinsaya del Fuego fue la primera en romper el silencio:

—Alteza... las portadoras están teniendo graves dificultades. Sus cuerpos humanos no están resistiendo el proceso. Temo que no lograrán despertar a tiempo.

Era la misma respuesta que había recibido de la Sinsaya del Invierno.

—No lo entiendo —replicó Shangdi, su tono entre la incredulidad y la indignación—. Ustedes fueron asignadas para velar por su bienestar. ¿Por qué no han intervenido?

La sierva del Viento dio un paso al frente y respondió con voz neutra:

—No tenemos permiso para intervenir. La transformación debe ser completamente natural, según las órdenes recibidas.

—¿Quién dio esa orden?

—Los Cinco Ministros, Su Alteza.

El emperador cerró los ojos con frustración. Conocía bien el alcance de esas palabras. El Rollo Sagrado no era simplemente una reliquia o una lista de leyes. Era una autoridad suprema sellada con su propio consentimiento. No podía contradecirla... incluso si lo deseaba con todo su ser.

—¿Cuánto tiempo les queda?

—Veinte años —respondió la Sinsaya del Fuego—. Si no despiertan antes de esa fecha, el ciclo se romperá.

Shangdi se quedó en silencio. Su mente viajaba por posibilidades que parecían esfumarse una tras otra. La única solución aparente era pedir ayuda al Imperio enemigo. Pero no lo haría. No mientras tuviera sangre en las venas. No mientras el responsable de la caída de su hermana viviera al otro lado del portal.

Tras un largo momento de reflexión, ordenó a las Sinsayas que se retiraran. Minutos después, solicitó que prepararan un carruaje: su destino era Wangzhan, el Portal de los Tres Reinos.

La torre donde residían los Cinco Ministros estaba resguardada por guardianes de élite y protegida con runas ancestrales. Al llegar, el Dios Celestial fue recibido con la reverencia que su título merecía. Los ancianos, sabios de aspecto imponente, se pusieron de pie al unísono cuando Shangdi cruzó el umbral del salón.

Él no se sentó de inmediato. Caminó hasta el trono central, el asiento reservado para los dioses celestiales, y desde allí los miró con severidad.

—Supongo que ya saben por qué estoy aquí.

Los ancianos se miraron entre sí, susurrando en murmullos apenas audibles. Aquel murmullo solo aumentó la impaciencia de Shangdi.

—Alteza —dijo uno de ellos, con tono pausado—. Por favor, exprésese con total libertad. Lo escuchamos.

—Las Sinsayas me informaron sobre el estado de las portadoras. Una de ellas es mi hermana. Por su bien —hizo una pausa para recalcar sus palabras—, espero que no les suceda nada.

El rostro de los ancianos se mantuvo imperturbable, pero su incomodidad era evidente. El anciano principal levantó la mano y ordenó a un sirviente que trajera un pergamino sellado con una cinta azul brillante. Al recibirlo, se lo ofreció al emperador.

Shangdi lo desenrolló, y al leer su contenido, su rostro se tensó. Allí, plasmados en tinta sagrada, estaban los acuerdos y normas impuestas a las portadoras... con su firma y su sello real al pie del documento.

—¿Esto...? —murmuró, apretando los puños—. ¡Esto lo firmé hace siglos!

—Usted mismo autorizó estos decretos, Su Alteza —dijo uno de los ministros con una sonrisa leve—. ¿O acaso no reconoce su firma?

—¡Ustedes...!

—Antes de que profiera maldiciones —lo interrumpió otro—, recuerde bien dónde está. Cualquier palabra que diga aquí puede usarse en su contra.

—¡No olviden ustedes dónde están! —exclamó el emperador—. ¡Este mundo fue creado por mi padre para las portadoras!

—Y su padre también desterró a su esposa, su madre —replicó el anciano principal—. Él creó este mundo como una prisión para sus propias hijas. No olvide el propósito original. Ellas están aquí para pagar una deuda. Y si cumplen con la última misión, serán libres de castigo.

—¿Por qué ellas? ¡Fue mi madre quien cometió el error, no sus hijas!

—Se paga sangre con sangre, Su Alteza —dijo uno de los ministros con solemnidad—. Su madre eligió su propio destino... y el precio recae sobre la generación siguiente.

—No tienen corazón...

—Claro que lo tenemos —respondió con frialdad el anciano del centro—. Pero en la justicia, el corazón no tiene cabida.

—¿Justicia? ¡Están sacrificando a miles de humanos inocentes! ¿Acaso eso les parece justo? Las portadoras enfrentan peligros inimaginables en la Tierra. ¿Y aún así insisten en llamarlo destino?

—Como ya dijimos —finalizó otro anciano—, no tienen nada que temer... si siguen el camino trazado en el Rollo Sagrado.

Shangdi, harto de la ceguera de aquella cúpula, se levantó y abandonó la torre sin más palabra. Su marcha, silenciosa pero llena de rabia, dejó a los ancianos inquietos. Uno de ellos se volvió hacia un sirviente vestido con armadura negra.

—Llama a los Xhiamixg.

Minutos después, uno de los guardianes de Wangzhan se presentó ante los ministros. Era un hombre de rostro afilado, ojos sombríos y espalda erguida.

—¿Cuál es el estado de la misión? —preguntó uno de los ancianos.

—Señores, mis hombres han cumplido con su deber. No se han despegado del objetivo ni un instante.




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