De vuelta al mundo de los mortales. Los días transcurrían con aparente serenidad en el imperio Chan, aunque esa calma era apenas una mascara. Al norte, Yan y Liang habían roto ese frágil equilibrio, y el comercio entre ambos imperios se derrumbaba. El tabú de la diplomacia solo retrasaba un conflicto que estaba en ciernes. Las tensiones se extendían también hacia el imperio Chu: el valiente capitán Wong, padre de Chuye, pereció en una emboscada autorizada por Chu, y, tras una compensación monetaria que el emperador impuso, el hermano heredero de Chuye—llenó de rabia y con sed de justicia—abandonó su rango militar para unirse a "Los Halcones", una rebelión en contra de la dinastía Jin.
Las grietas no cesaron allí: las familias Wang y Chen se enfrentaron por sus posturas en la corte, dividiendo al país y desestabilizando la economía. Dos semanas más tarde, un atentado contra el patriarca Chen mantuvo al imperio al borde de una guerra civil. El primer príncipe, involucrado en el ataque y exiliado a la justicia por su posición en el "bando izquierdo", recibió una condena ejemplar: fue despojado de su sitio en la corte y enviado como gobernador a la inhóspita frontera oriental. La etiqueta como gobernante caprichoso y castigado se convirtió en su nueva realidad, ya no contaba con los lujos del palacio ni el respaldo del emperador, solo era un mililatr más sirviendo su país en el frente.
En el palacio, la quinta princesa cayó en una profunda depresión. Tierra adentro, su intento de suicidio tras quedar sola con su nana conmovió a la corte. La emperatriz, en una medida drástica, ordenó ejecutar a la nana y decretó que ningún criado debía dejar sola a la princesa, bajo pena de muerte. Fue un golpe severo, que dejó a todos en el reino con la garganta seca.
Y si creían que las agitaciones atemperarían, suponen mal. Al palacio llegó una nueva concubina, Aiko: de belleza exquisita y piel como porcelana, se ganó inmediatamente la atención del emperador. Su presencia eclipsó incluso a la emperatriz. Aiko, con su largo cabello negro y sus labios carmesí, fraguó una grieta definitiva en una unión ya marchita. Las dos mujeres cruzaban miradas heladas durante los almuerzos oficiales, mientras las cortesanas murmuraban de lo irreparable, pero, era inevitable ignorar la riña entre ambas mujeres, una: la madre de toda una nación, la segunda: la preferida de su magestad. A la final todas competían por una sola cosa: Poder. Cuidar lo que tanto les costó conseguir, pasando por encima de sus propios principios para cuidar de sus mas amados aliados.
Fuera de los muros palaciegos, el peligro acechaba a las jóvenes del reino. No era raro encontrar jovencitas heridas, otras desaparecidas y varias con una cicatriz en forma de pétalo de flor Hashaco, rasgo que las unificaba a todas. Esa flor, conocida como sagrada pero mortal, solo la consumían las portadoras una vez cada siglo. Indignado, Chanzu prohibió que sus hermanas menores—la pequeña Xyng, y yo. —saliéramos sin escolta. Y aunque a ti el encierro no te molestaba, sufrías por tres razones que no podías verbalizar.
Mientras me recuperaba lentamente, llevababamos un mes sin ver a nuestro padre; había sido enviado a las fronteras para supervisar las raciones de alimento de los militare. Mientras que apenas la salud de mi madre mejoraba lo necesario para que el emperador la acompañase a la sala del té, en una visita inesperada en la que hablaron de alianzas matrimoniales y los preparativos de la fiesta de Xyn, que alcanzaba su mayoría de edad... Para mi, cumplir años era una condena: el día en que te casaran era el día en que tu vida dejaría de ser tuya.
Después de la visita, mi madre me condujo a su habitación para hablar a solas. me obsequió un collar de jade, una joya ancestral pasada de madre a hija por generaciones. Estaba confusa: ¿por qué recibir semejante legado si aún no me casaba? La respuesta llegaría más tarde... y cambiaría todo. Esa noche durmí abrazada a mi madre, por alguna extraña razón, ella deseaba compartir más tiempo conmigo, aunque no sabía su propósito, presentía saber la razón, así que no me negue, respiraba su aroma, grabando su rostro y sus memorias, algo que despertarían en mi cuando menos lo esperaras.
En la madrugada, Yenih apareció en mi habitación:
—Yin, unos guardias han venido por ti. La emperatriz te ha pedido en audiencia.
Aún temblaba por los acontecimientos recientes. No podía si quiera mantenerme en pie diez minutos, pero debía avanzar. Mi madre nos esperaba en el carruaje, vestida de azul celeste, una mezcla de calma y preocupación en sus ojos. Sin decir nada más, me guiñó al mirar el carruaje. Otros guardias estabilizaron mi silencio con una reverencia. Mientras entraba en el palacio, los portones parecían tragarte, mantuve la calma, la calma que todos esperaban que yo tuviera.
Guiadas por uno de los guardias reales, cruzamos los jardines emprendidos por perfumados cerezos. Al llegar al pabellón imperial, la emperatriz, rodeada por su doncella, nos ofrecía té. El ambiente era solemne. Mi madre y la emperatriz conversaban con cortesía, mientras que Yenih y yo intercambiabamos miradas cómplices: queríamos escapar, pero no podíamos.
Al principio todo fue protocolo. Luego, la emperatriz depositó su taza con delicadeza.
—Yin, es tiempo de hablar de tu futuro —su voz era suave, rodeada de inevitabilidad—. Te exijo que consideres... un compromiso formal.
Mu corazón dio un vuelco. Todavía no había pronuncio esa palabra. ¿Me casaba? ¿Y ahora?