—Muy difíciles, Yin —respondió Xiao, dejando escapar un suspiro que lo envejecía de pronto—. El Estado Chu se ha vuelto cada vez más agresivo. Envían cientos de soldados diariamente a atacar las fronteras. La comida escasea, los suministros médicos son casi inexistentes, y cada día los soldados pierden un poco más la esperanza de volver a casa, de abrazar a sus familias.
Yin razonó en voz alta, sin apartar la mirada de su taza de té:
—Ahora entiendo por qué tu padre está pidiendo más jóvenes para enlistarse en el ejército.
Levantó la vista y la dirigió hacia Xiao, con una chispa de inquietud.
—¿Pero han intentado hablar? ¿Llegar a un acuerdo con el Estado Chu?
—Claro que sí. Incluso ofrecimos ofrendas de paz. Pero el Estado Chu es testarudo. Exige los tributos que le debemos, y mi padre se niega a entregarlos. La verdad es que la capital no ha recibido los materiales suficientes para cumplir con esos pagos.
La respuesta de Xiao trajo a la mente de Yin un recuerdo que se instaló como una espina:
—Xiao, recuerdo que hace un mes tu padre nos mandó a llamar para preguntarnos por el informe de suministros. ¿Tú sabes algo más sobre eso?
Xiao se quedó en silencio por unos segundos, pensativo. Luego asintió lentamente.
—Sí, lo recuerdo. Al parecer, los informes que llegaban a mi padre estaban incompletos. A veces faltaban registros de intercambios con el Estado Qui o con Chu. Pero lo más extraño es que en los documentos oficiales todo parecía correcto, como si los envíos estuvieran completos. Sin embargo, los productos nunca llegaban.
Yin frunció el ceño.
—¿Entonces alguien estaba falsificando los informes?
—Eso parece. Lo que mencionó Xiao Ba aquella tarde ya lo había escuchado mi padre dos veces más. Pero cuando decidieron interrogar al señor Wu, responsable de los informes, ya no estaba. Él, su familia, todos desaparecieron de su mansión. Sin dejar rastro.
—¿Así, de la nada?
—Exactamente. Nadie sabe a dónde fue. Ni siquiera sus amigos más cercanos. También desaparecieron, como si se los hubiera tragado la tierra. Mi padre está convencido de que alguien los está encubriendo, pero por ahora, lo único que puede hacer es reforzar las defensas. Por eso necesita más hombres en las fronteras.
Yin se cruzó de brazos, reflexionando.
—Las tropas están vigilando todos los caminos. Si huyó con su familia, no se movería con rapidez. Tal vez se escondieron en una tribu o en algún clan aliado... ¿Tu padre ha pensado en eso?
—Sí. Mandó a los espías de la Tercera División a rastrearlos. Pero hasta ahora no hay pistas. Peor aún, los últimos cinco que envió desaparecieron también. Se teme que les haya pasado algo.
Xiao suspiró profundamente y se inclinó en su asiento, dejando ver por primera vez el peso que cargaba sobre los hombros.
—Las cosas se nos están saliendo de las manos, Yin. Es increíble cómo todo cambió de la noche a la mañana.
—De la noche... a la mañana... —repitió Yin en un susurro, mirando su taza de té con la mente sumida en pensamientos. Las imágenes se agolpaban en su memoria. Entonces recordó—. Por cierto... ¿sabes algo sobre los ataques a las jóvenes? ¿Ya encontraron a los responsables?
Xiao se enderezó de golpe, como si esa pregunta hubiera encendido algo en su interior. La miró con seriedad, luego se levantó sin decir palabra y salió de la habitación, dejando a Yin con la ceja arqueada en señal de confusión.
Pasaron apenas unos minutos antes de que regresara, cargando un objeto cuadrado cubierto por una manta. Lo depositó sobre la mesa con cuidado. La tela ocultaba su forma exacta. Luego, sacó de su manga una carta ya abierta y se la mostró a Yin.
—Recibí tu mensaje, y como buen amigo que soy me puse en marcha —dijo con una sonrisa ladeada—. Aunque, siendo honestos, no tenía mucho que hacer, así que cualquier excusa me venía bien. Nadie me vio... o al menos eso creo.
Señaló el objeto con un gesto.
—Puedes abrirlo, no muerde.
Yin apartó con delicadeza la bandeja de té, tomó el objeto cubierto y lo atrajo hacia sí. Desató el nudo de la manta, y al retirar la tela se encontró con un libro antiguo, cubierto de polvo y suciedad. Las hojas estaban arrugadas, los caracteres apenas legibles. Su antigüedad era evidente.
—¿Xiao? ¿Cómo lo conseguiste?
—Fue complicado —confesó él—. Pensé que había sido destruido hace veinte años, en el accidente de la torre. Pero una gurú, parte del pequeño grupo de maestros en magia, me contactó. De alguna forma sabía de mi búsqueda. Me llevó hasta una cabaña muy alejada de la capital. Al principio creí que era una trampa, pero la cabaña era real.
—¿Y entonces?
—Entonces conocí al anciano que lo custodiaba. Tardé dos días en registrar la cabaña. El viejo se resistió, dijo que cometíamos un error al llevarnos el libro. Pero bueno... soy un príncipe. ¿Qué podrían hacerme?
Yin sonrió levemente.
—¿Te dijo algo más?
Xiao frunció el ceño, intentando recordar con exactitud.
—Sí. Me advirtió que por nada del mundo debía juntar ese libro con sus otros dos compañeros. Si lo hacíamos, despertaríamos a las Portadoras.
Esa palabra hizo que Yin alzara la cabeza con fuerza, capturando la mirada de Xiao.
—¿Dijiste Portadoras?
—Sí. Lo sé, suena extraño. —Xiao vaciló unos segundos antes de continuar—. El anciano casi sufre un infarto cuando se lo quitamos. Gritaba desesperado: "¡No se los den a las Portadoras! ¡No dejen que unan los libros! ¡Es el único medio que tienen para despertar!"
Yin miró el libro con más detenimiento, acariciando su cubierta con cuidado. Intentó leer el título, pero el tiempo y el polvo lo habían vuelto ilegible.
—Ah, casi lo olvido —dijo Xiao, sacando otra carta de su manga exterior—. Ayer vino la gurú que me guió hasta el anciano. Me pidió que le entregara esto a la misma persona que recibiría el libro.
—¿Te dijo algo más?