Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 52

—¡¿Dónde está?!

—¡Está adentro! La llevé a su habitación...

Fue entonces cuando escuché la voz del masoquista, loco, pero sabio maestro Xu. Solo entonces mi cuerpo se permitió relajarse. Lo había logrado... solo necesitaba aguantar hasta su llegada, pero ya no podía más.

A lo lejos, con la vista borrosa, logré distinguir una figura baja, algo rechoncha, de cabello blanco y túnica azul cielo, corriendo con prisa. Detrás de él, dos jóvenes lo seguían con la misma urgencia.

Y en ese instante, lo entendí. Todo.

Solté el aire como si fuera el último. Y me desconecté de esta existencia. Finalmente, me desvanecí. Y sí... debo confesar que era algo que había anhelado desde hace mucho tiempo: cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Para mí, eso era un lujo. Un deseo imposible. Como una estrella fugaz: brillante, pero efímera.

Durante siglos como Deidad nunca comprendí por qué la humanidad se aferraba tanto a la vida, sacrificándolo todo por alcanzar la "Eternidad", por ser aquello para lo que nunca fueron creados. No veían que ya poseían el mayor regalo que puede concederse: una vida con principio y fin. Una dicha preciosa que desperdiciaban buscando algo que no necesitaban.

Y ahora que esa misma dicha estaba al alcance de mis manos... ¿por qué me resultaba tan difícil aceptarla?

Entonces lo comprendí. Comprendí por qué siempre fallaba, por qué, por más que intentara partir, algo me retenía. Comprendí, quizás, lo mismo que mi madre comprendió cuando eligió su final, dejándonos a mis hermanas y a mí con esta carga disfrazada de destino. Tal vez, como todos en este mundo extraño y maravilloso, ella también deseaba lo mismo: una vida normal, una familia simple... paz.

Supongo que hasta los dioses más grandes anhelan algo tan humano como eso.

Pero tal vez, el ser "anormales" nos vuelve únicos. Tal vez, eso fue lo que le ocurrió a ella: se volvió arte en los ojos equivocados. Se convirtió en un espectáculo para los suyos, incomprendida por quienes deberían haberla amado.

Quizás nunca encontró la paz en los brazos de mi padre, ni en sus promesas vacías, ni en su trono, ni en las joyas que recibía como símbolo de un supuesto amor. Tal vez no fue en nada de eso. Hasta que lo encontró... en los brazos de un demonio frío y cruel.

Y cuando lo hizo, lo dejó todo atrás... dejándonos a nosotras una condena con forma de cadenas de fuego. Una herencia sin libertad.

Cuando creí que todo había terminado, mis ojos se abrieron de golpe. Fue como salir de un sueño... para caer en otro. Pero esta vez no había dolor.

Me incorporé lentamente y miré a mi alrededor. No reconocí el lugar de inmediato, pero todo a mi alrededor irradiaba elegancia. La habitación parecía digna de un rey... o tal vez de un príncipe. Pero no de un noble común. El mobiliario era lujoso, el clima perfecto: ni frío, ni calor, justo como a mí me gusta.

Me levanté. No sentía dolor en ninguna parte de mi cuerpo. Era extraño. Me vestí con las ropas que habían dejado dobladas junto a la cama y comencé a explorar, buscando una salida.

Al salir de la habitación, me encontré con un paisaje asombroso: prados verdes florecientes, un cielo azul perfecto, una paz tan intensa que dolía. Era un paraíso.

Un paraíso que, de algún modo, me resultaba familiar.

Pero algo me inquietaba... no había nadie. Solo guardias en puntos específicos que, pese a mis preguntas, no me respondían. Traté de seguir avanzando, pero choqué contra una barrera invisible. Una protección que no podía romper con ninguna fuerza o energía.

Resignada, regresé a la casa.

Caminé por los pasillos en busca de respuestas, pero no encontré sirvientas, ni señales de vida. Nada. Hasta que, por accidente, tropecé con algo en el suelo: pequeños juguetes... hechos de hielo.

Me agaché, tomé uno entre mis manos y, al tocarlo, recuerdos olvidados comenzaron a aflorar en mi mente como fragmentos de un sueño:

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—Yin, haz uno para nosotras, ¡será más divertido si le damos vida! —exclamó Yuher, entusiasmada, imaginando un caballo de hielo que pudiera galopar con ellas.

—No lo sé, Yuher... nunca he visto un caballo real... —respondí, algo insegura.

—¡Bah! No importa, podemos inventarlo —afirmó Yun con una sonrisa cómplice.

Risas infantiles... voces de un tiempo más simple.

Continué mi camino hasta que llegué a una habitación distinta a las demás. Estaba más aislada. Algo en mí la reconoció. Caminé por el pasillo que la conducía, y a medida que lo hacía, los recuerdos comenzaron a llover como una tormenta.

—¿Yin? ¿Estás bien?

La pequeña negó, encogida en el suelo, con lágrimas en los ojos.

—Estamos aquí por mi culpa... Por mí no podemos salir de este lugar...

Yun entró y se sentó a su lado.
—Por eso papá nos dejó aquí... por eso estamos encerradas. Lo siento... siento que tengan que vivir esta vida por mi culpa...

Yun y Yuher no dudaron en abrazarla.
—No digas eso —susurró Yun—. A mí me gusta este lugar. Afuera hay bichos raros que comen flores, dicen.

—Además, no estamos solas —añadió Yuher—. Tenemos a las Sinsayas, ¿recuerdas? Las creamos para que siempre estuvieran con nosotras.

Aquella prisión disfrazada de hogar fue nuestro primer refugio. No entendíamos lo que significaba estar atrapadas, solo sabíamos que no podíamos salir. Pero la luna llena... esa luna que mirábamos todas las noches desde la ventana... se convirtió en nuestro consuelo.

Entré en esa habitación. Me senté exactamente donde lo había hecho aquella mañana de mi niñez.

El miedo me volvió a invadir. La ira. El deseo de libertad.

Solo queríamos estar bien. Solo queríamos ser libres.

Esa libertad que tantos temen, nosotras la anhelábamos. Y aunque en aquel momento no entendíamos la magnitud de nuestro encierro, teníamos una certeza: mientras la luna siguiera saliendo, mientras brillara sobre nosotras, aún podíamos soñar.




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