Por fin había amanecido un nuevo día, dejando atrás la espantosa y desesperante noche. El ambiente dentro de la cabaña era silencioso, tenso, casi sagrado. Todos estaban agotados, recostados donde el cuerpo les pidió descanso, dispersos por cada rincón del lugar. Nadie parecía tener fuerzas para levantarse, ni siquiera la luz del pleno día lograba perturbar su sueño.
La Sinsaya mayor custodiaba la entrada de la habitación donde descansaba su señora. Tras largas horas de esfuerzo, había logrado estabilizar a Yin. Anunció que su vida ya no corría peligro, pero también explicó que no despertaría de inmediato. Yin había entrado en un trance profundo: ese estado espiritual reservado solo para almas con dones especiales, donde deben decidir si desean regresar o seguir su camino eterno, abandonando la vida mortal para siempre.
La Sinsaya había hecho todo cuanto estaba en sus manos para traerla de vuelta. Pero aún así, sin la voluntad de su ama, todos sus esfuerzos serían en vano.
Al menos, la noticia de que Yin ya no estaba en riesgo llegó hasta el palacio imperial. Sin embargo, el emperador Shangdi, prudente y sabio, decidió no compartir los detalles con su gran amigo Hyung. Él ya cargaba con demasiadas penas: la pérdida de su esposa, su ausencia en el funeral y ahora la noticia de que su tercera hija había sufrido un accidente. Añadir más a su dolor sería romperlo por dentro.
A pesar de todo, el tercer príncipe Xiao y la cuarta princesa Jin'er visitaban con frecuencia la Mansión Mein. Se preocupaban sinceramente por el estado de Yin, quien seguía sumida en su profundo letargo. El tiempo pasaba, y aunque el cumpleaños del príncipe Xiao se acercaba, la celebración parecía lejana. Nadie tenía ánimo de festejar mientras ella continuara dormida. Especialmente él.
Yin, por su parte, seguía vagando dentro de su trance, caminando a diario por los jardines de su antiguo hogar espiritual, visitando los rincones donde había compartido su infancia junto a sus hermanas. Recordaba. Revivía. Sentía. Parecía no querer marcharse de ese mundo. Pero el tiempo había llegado. Tenía que decidir.
Aunque, antes de hacerlo, debía ver a una última persona.
Ambos caminaban entre los sitios favoritos de Yin, Yuher y Yun, esos rincones llenos de inocencia y risas que ahora volvían a cobrar vida. Esta vez, sin silencios incómodos. Esta vez, hablaban. Reían. Compartían recuerdos como si fueran dos niños otra vez.
—Me alegra que hayas querido verme —dijo él, sonriendo.
—¿Cómo no iba a hacerlo? Al fin y al cabo, somos hermanos —respondió Yin.
Caminaron otro tramo, hasta que ella volvió a hablar:
—Escuché que tu salud ha empeorado... ¿cómo va la búsqueda de la cura?
Shangdi desvió la mirada y suspiró.
—La situación es crítica. Sigo tras ella, pero no es sencillo.
Yin soltó una risa breve, casi irónica. Shangdi la miró intrigado.
—¿Qué te causa gracia?
—Nada —respondió ella, conteniendo una risa más evidente—. Es solo que me parece curioso... que el Dios Celestial esté buscando una cura para sí mismo.
—¿Acaso el Rey del Cielo no puede enfermarse?
—Supongo que eso no es lo que todos esperan de ti... —insinuó con una media sonrisa.
Él negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír también.
Llegó el momento de despedirse. Yin se detuvo frente a la mansión. Shangdi, a unos pasos detrás, la observaba en silencio, con una tristeza profunda en los ojos. Ella se volvió y lo miró. Caminó hacia él despacio y, sin pedir permiso, lo abrazó. Él se resistió por instinto, pero al final, cedió.
—Sabes que odio tus abrazos... —susurró, aunque su voz se quebró.
—Tranquilo... no desapareceré sin decir adiós.
Shangdi la abrazó más fuerte, conteniendo las emociones.
—Aun así, no me tranquiliza.
—Perdóname, hermano. Pero esto es todo lo que puedo ofrecerte... —hizo una pausa—. Supongo que te lo debo.
Antes de que pudiera soltarse, él habló con urgencia:
—¿Por qué no renuncias? No tienes por qué seguir este camino. Fue nuestra madre quien tomó sus decisiones... ella ya pagó su precio. No tienes por qué cargar con esto. Déjame hablar con el consejo...
—Shhh... —lo interrumpió con suavidad, llevándose un dedo a los labios de él. Luego, con una sonrisa triste, se alejó un paso—. Sabes cuál es mi decisión. No voy a cambiarla. Tengo que hacerlo, Shangdi. Si no lo hago, el error de nuestra madre seguirá afectándonos a todos.
—Yin... sabes que no tienes que hacerlo —dijo él con la voz rota.
Ella lo miró con ternura.
—Si no lo hago... entonces mi propósito habrá fallado.
Le dedicó una última sonrisa mientras comenzaba a desvanecerse en una estela de polvo azul brillante. Shangdi, impotente, dio un paso al frente.
—Ojalá tuviéramos más tiempo...
—Tú tienes todo el tiempo del mundo —le susurró ella, justo antes de desaparecer por completo.
Y así, Yin dejó aquel mundo que una vez llamó hogar. Ese lugar donde conoció la desesperación disfrazada de paz, el dolor escondido en risas, la prisión disfrazada de protección celestial. Aquel mundo que amó... y odió al mismo tiempo.
Cuando su alma abandonó ese trance, regresó al mundo terrenal. Volvió a su cuerpo, con el pecho débil, pero aún latiendo. Había despertado.
Había pasado un mes entero.
Y, al fin, la Diosa había decidido regresar.