Aquellas palabras fueron para mí como una espada enterrada justo en el centro del pecho, atravesando mi corazón, mi alma y mis pensamientos.
—Yuher... —repetía una y otra vez su nombre en mi cabeza, resonando como un eco que me atormentaba. Aquel nombre me parecía tan desconocido... y, a la vez, tan cercano.
Me sentía completamente desconsolada. Por primera vez en mucho tiempo, sentía el frío calándome hasta los huesos, paralizando mis nervios y robándome cualquier rastro de fuerza. Aunque aún tenía el abrigo que Wong Chuye me había dado, para mí no era más que una simple tela negra que cubría mi espalda y mis brazos... pero no el vacío de mi alma.
En la habitación, el silencio se volvió denso, casi insoportable. Y aunque en un principio me resultó reconfortante, pronto comencé a odiarlo.
Nada de esto tenía que estar pasando... nada de esto debía pasar. Pero ya que está ocurriendo, lo único que quiero es terminarlo.
La abuela tenía razón:
"Hay cosas que es mejor dejar como están."
Pero por mi egoísmo, por mis deseos de saber más, estoy descubriendo verdades que jamás en mi vida habría querido enfrentar.
Y ahora que las sé, solo deseo desaparecer.
Parece que en ninguna vida me está permitido ser una persona normal. Parece que jamás podré alcanzar la paz que mi madre soñó para mí...
Mientras mis pensamientos se desbordaban, un alboroto interrumpió el silencio. Afuera de la habitación, se escuchaban voces. Alguien discutía con los guardias que vigilaban la puerta.
Xiao Ba había dado la orden de que nadie debía entrar, debido a mi estado. Pero esa voz insistía.
—¡Déjenme pasar! Debo hablar con el joven Xiao Ba de inmediato.
Ambos, Xiao Ba y Wong Chuye, salieron de inmediato. Xiao Ba hizo una seña al guardia para que permitiera el paso. Un hombre, evidentemente mensajero del palacio, se inclinó con respeto ante ellos.
—Joven segundo hijo de la Casa Mein —dijo con premura—, el emperador desea verlos de inmediato.
No hubo tiempo que perder. Montamos los caballos y cabalgamos con rapidez hacia el palacio imperial. Que el emperador exigiera nuestra presencia a esas horas... solo podía significar una cosa. Rogábamos que no fuera así.
Al llegar, las puertas se abrieron de inmediato. Corrimos por los pasillos hasta llegar a los aposentos imperiales. Al entrar, encontramos a la emperatriz de pie, en completo silencio, con el rostro descompuesto. A su lado estaban sus hijos: el príncipe Xiao, que abrazaba a su madre, y Jin Hao, rígido como una estatua. En el suelo, junto al lecho, la princesa Jin'er lloraba desconsoladamente.
Y entonces lo vimos.
El emperador... y la joven bailarina que horas antes había irrumpido en la danza. Ambos yacían sin vida sobre la cama, cubiertos apenas por las sábanas de seda durazno. Sangre por todas partes: en la cama, en los cuerpos, en el suelo. Algunas gotas incluso habían salpicado las tazas de té. Pero no había señales de veneno. Ambos habían sido brutalmente apuñalados.
La emperatriz, desgarrada por el dolor, se sostenía apenas por los brazos de su hijo menor. Jin Hao permanecía en silencio, pálido, atónito.
Me acerqué a uno de los guardias.
—Nadie entra ni sale del palacio sin nuestra autorización —ordené con firmeza—. Registra cada habitación, cada persona, cada esclavo. No dejes escapar ningún detalle. Y cualquier hallazgo, repórtamelo de inmediato.
El guardia asintió y salió para reunir a las tropas encargadas de la seguridad imperial.
—Xiao Ba, lleva a la princesa Jin'er a sus aposentos y quédate con ella —ordenó Jin Hao.
Xiao Ba se acercó con cuidado. Jin'er, al principio, se resistió, negándose a dejar el lado de su padre. Pero finalmente se refugió en sus brazos, rota por el dolor. Xiao Ba, comprensivo, no dudó en abrazarla y mostrarle la empatía que necesitaba.
Una vez calmada, la condujo fuera de la habitación. También retiraron a la emperatriz, que se deshacía en lágrimas, para evitarle seguir contemplando aquella escena devastadora.
En la habitación permanecimos solo el príncipe Xiao, Jin Hao, Wong Chuye, algunos guardias y dos médicos imperiales examinando los cuerpos.
Todo indicaba que ambos habían sido apuñalados mientras dormían. Pero algo no encajaba. Había detalles que no se correspondían.
Me acerqué al cuerpo de la joven. Sus ojos estaban abiertos, congelados en una última expresión. El emperador, en cambio, tenía los ojos cerrados. Ella tenía marcas visibles en la piel: rasguños, hematomas, signos de forcejeo. Él, solo las heridas letales.
El cuerpo de la joven se encontraba alejado del lado del emperador, boca abajo. Las sábanas de su lado estaban desordenadas, revueltas. Las del emperador, en cambio, estaban casi intactas, lisas, como si no hubiera habido movimiento.
Entonces vi algo. Una marca en su muñeca me llamó la atención. Me incliné, tomé su mano... y quedé paralizada. Ordené que la giraran, que la pusieran boca arriba.
Y entonces, lo vi todo.
Una marca perfecta, en el centro de su pecho. Y otra, más sutil, en la muñeca.
Mi corazón palpitaba con tanta fuerza que sentí que se me saldría del pecho. Me llevé la mano a la muñeca, instintivamente... y un recuerdo me golpeó con la fuerza de una tormenta.
Una imagen, un eco...
Un nombre que ahora retumbaba en mi mente con una certeza que dolía más que cualquier herida.
—Yuher... —susurré, sin aire.
Aquella joven... no era una desconocida.
Era mi hermana.