—Yuher... eres tú...
Aquella mujer descendió con elegancia del asiento principal, el mismo que había ocupado el emperador horas antes. Su rostro mantenía la misma sonrisa maliciosa de siempre, pero vestía diferente. Se acercó lentamente, como si quisiera olerme, husmear mis emociones, saborear mi miedo.
Me contuve. Neutralicé todo lo que sentía. No podía dejar que ella percibiera nada.
Al notar que no obtuvo reacción alguna de mí, unió las palmas y dio unos suaves aplausos. Su sonrisa no se desvanecía.
—Me alegra saber que mi hermana sigue siendo la misma después de todo...
—¿Qué haces aquí, Yuher? —Sabía la respuesta. Pero necesitaba escucharla de sus labios.
—Hmm... solo vine a disfrutar del banquete —respondió con fingida inocencia, girando sobre sus talones para observar el salón vacío—. Veo que te está yendo bastante bien... —agregó, en tono relajado—. Comes en las mesas de altos funcionarios... bebes en copas de oro...
Sonrió.
—En nuestra vida anterior, era al revés... Éramos Yun y yo quienes disfrutábamos de los lujos mientras tú... tú cosechabas en los campos.
—¿Fuiste tú? —pregunté con voz contenida.
—¿Que si maté al emperador? —hizo una mueca fingidamente escandalizada—. Por favor... no fui entrenada para eso.
Seis años atrás
Las tres niñas se encontraban en el campo de entrenamiento. Llevaban tres días sin comer, pero su entrenamiento no se detenía por algo tan banal como el hambre. Sus cuerpos estaban debilitados, pero sus mentes seguían en pie.
Esa mañana, como de costumbre, fueron levantadas para entrenar junto a los demás niños. El amo vendría a visitarlos, y todos debían estar listos.
—¡Yun, muévete! ¡¿Por qué te demoras?! —gritó una de las mujeres encargadas del lugar, blandiendo un látigo. Su autoridad era absoluta. Su crueldad, constante.
—Estoy... cansada... —susurró Yun, con dificultad, mientras cargaba pesados sacos de maíz sobre su espalda. Era la más débil del grupo.
Yuher, al verla tambalearse, dejó caer su carga y corrió hacia ella. Le quitó el saco, colocándoselo a sí misma. Yun cayó al suelo, aliviada pero exhausta, sin fuerzas siquiera para agradecer.
—¡Tú! —bramó la mujer—. ¡Di órdenes específicas de que tú cargaras ese saco, Yuher!
—¡No ves que está débil! ¡No ha comido en tres días! —gritó Yuher con apenas nueve años. Dejó el saco en el suelo y se plantó frente a la mujer—. ¡No somos tus esclavas!
—¡Niña insolente! —rugió la mujer, alzando el látigo para castigarla.
Pero no pudo hacerlo.
Una mano la detuvo. Firme. Inamovible.
—¿Qué...?
Yin la sostenía con mirada encendida, llena de rabia. Nadie tocaría a Yuher mientras ella estuviera cerca.
—¿Cómo te atreves a levantarle la mano a una niña? —susurró entre dientes.
—¡¿Y tú cómo te atreves a desafiarme?! —vociferó la mujer.
Antes de que pudiera hacer cualquier cosa, Yin se movió. Giró con agilidad felina, y en un instante, el látigo quedó enrollado alrededor del cuello de la mujer. Tiró con fuerza, cortando el aire. Aplastando su garganta. En cuestión de segundos, la mujer cayó al suelo, inerte.
Todo el campo se paralizó. Los niños observaron la escena en silencio, y los murmullos no tardaron en extenderse como fuego entre la hierba seca.
Yin permaneció erguida. No lloró. No mostró arrepentimiento. Su rostro estaba sereno.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Yuher, arrodillada junto a Yun, que yacía débil en el suelo.
—No quiero que pases por lo que yo he pasado... Aún no estás preparada para matar con tus propias manos —respondió Yin, su voz casi un susurro.
Fue en ese momento que comprendimos que algo nos unía. Un lazo invisible. Más fuerte que la sangre.
Éramos hermanas.
De vuelta al presente
Yuher observaba su reflejo en una bandeja de plata. Su expresión no cambió, pero sus ojos hablaban.
—Nunca olvidé esa mañana —dijo—. Cuando evitaste que matara a esa asquerosa mujer por proteger a Yun... Tampoco olvidé lo que ocurrió después.
Tiempo atrás
Yin se encontraba arrodillada frente al amo. Él la observaba con una ceja arqueada, entre el orgullo y la preocupación. Sabía que ella era peligrosa. Y que pronto no podría controlarla.
—¿Eres consciente de que mataste a una de mis mejores subordinadas?
—Intentó golpear a una niña que no ha comido en tres días.
—¿Y qué con eso? Tú también llevas tres días sin comer. ¿Qué la hace diferente?
—Ella era más débil. Me pareció injusto.
El amo se levantó, comenzó a caminar alrededor de ella.
—¿Injusto...? —repitió—. ¿Tú sabes lo que es justo o injusto, Yin?
—No, señor —respondió con firmeza.
—¿Entonces cómo puedes juzgar lo correcto?
—No lo sé... solo lo sentí. Fue instinto.
—¿Instinto? —musitó él, y tras un instante ordenó que trajeran a dos niños.
Ambos llegaron temblorosos, y se arrodillaron a su lado. Eran pequeños. Lloraban.
—Estos niños... —dijo el amo, sentándose nuevamente— son los hijos de la mujer que asesinaste esta mañana. ¿Aún crees que fue justo?
El mundo de Yin se sacudió. No respondió. Solo sintió cómo algo dentro de ella se rompía.
El amo mandó traer una mesa. Encima de ella, todo tipo de armas. Desde agujas hasta espadas largas y afiladas. El metal brillaba como la sentencia de un dios cruel.
—Mátalos —ordenó.