Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 60

El amo se levantó lentamente de su asiento y ordenó que trajeran sus armas. Minutos después, un grupo de sirvientes entró con una mesa cubierta de terciopelo negro. Encima, descansaban todo tipo de armas afiladas: desde una simple aguja, hasta espadas impecablemente forjadas y relucientes bajo la tenue luz de las antorchas.

—Dijiste que actuaste por justicia —dijo el amo con voz grave mientras se acercaba—, pero Yin... no siempre lo justo será lo correcto, y no siempre lo correcto será lo justo. Y ahí, justo ahí, es cuando debes decidir.

Ordenó que me levantara. Lo hice con dificultad. Había permanecido de rodillas durante dos horas. Mis piernas temblaban, entumecidas, marcadas por el suelo. Mis rodillas estaban hinchadas y rojizas. Apenas podía sostenerme en pie.

—Toma esa daga —dijo señalando una con la hoja brillante, de filo impecable.

Obedecí. El metal frío se hundió en mi palma. En él, se reflejaba la mitad de mi rostro.

Entonces escuché la palabra más desgarradora de todas.
—Mátalos.

Parpadeé, confundida.

—¿Qué...? —dije, aunque sabía perfectamente a qué se refería. No entendía el porqué... no quería entenderlo.

—Dije que los mataras —repitió con firmeza, señalando a los dos niños que estaban arrodillados a mi lado. Temblaban. Sus ojos estaban bañados en lágrimas.

—No comprendo... Ellos no han hecho nada malo —susurré, mi voz se quebraba.

—¿Y su madre? —replicó—. ¿Qué hay de ella?

—¡Ella iba a golpear a una niña que no había comido en tres días!

—Así es —dijo sin pestañear—. Matarla fue justo. Pero no fue lo correcto. Ahora debes matar a sus hijos... porque si no lo haces, serán ellos quienes te asesinen a ti algún día.

Una ola de pánico me inundó. El miedo me paralizó por segundos. No podía... no quería hacerlo. Pero no se discutía con el amo. Si él daba una orden, se cumplía. Sin cuestionamientos.

—¿Por qué...?

—Porque es lo correcto —respondió con calma.

Recordaré siempre esas palabras.

Era lo correcto...
Pero no era justo.

Sin tener opción, levanté la daga. Me arrodillé frente al primer niño. Cerré los ojos. Y pasé el filo por su cuello.
Fue rápido.
Fue limpio.

La sangre brotó como un río silencioso. Su hermana, más pequeña, comenzó a llorar desconsoladamente mientras sujetaba el cuerpo sin vida de su hermano.

Pero debía terminar el cometido.

Me acerqué. La tomé entre mis brazos. Cerré los ojos con fuerza, y hundí la daga en su pecho. Una sola puñalada bastó. Su pequeño cuerpo tembló antes de desplomarse en el suelo, ahogada en su propia sangre.

Jamás olvidaré esa mirada... esa última mirada.
Sus ojos me perforaron el alma mientras la daga de doce centímetros, recién forjada, se teñía de rojo.
Estaba diseñada para matar.
Para beber sangre humana.

Aitong solía decir que todas las dagas creadas por nuestro clan estaban malditas. Que nacían con hambre... y que esa sed no se saciaba hasta probar sangre. Ese día, la alimenté. Ese día, la sacié... con la sangre de dos niños inocentes.

Y jamás, jamás olvidaré lo que vi a través del reflejo de aquella hoja.

Fue entonces cuando entendí por qué estábamos allí. Y aunque lo comprendí tarde, lo hice:
Sobrevive el más fuerte.
El débil queda atrás.
Y detrás de él, el amo...
Recogiéndolo como a un perro viejo que ya no sirve.

Esa chica... la que murió hoy... también fue una de esas.
Ya no era útil para el amo.
Demasiado lenta.
Demasiado compasiva.
Así que la envió al matadero.

Pensar que una de nosotras podría terminar así me provocaba escalofríos. Vomitar. Saber que podías morir en cualquier momento... en una noche cualquiera, o por la mano de uno de los otros niños del campo...

—Suspiro hondo.—
...me hacía temblar de miedo.

Tanto, que a veces, si un niño corría hacia mí sin previo aviso, lo atravesaba con lo que tuviera en las manos. Así me aseguraba de seguir viva.
Así aseguraba la vida de Yun para ver un día más.

Le causaba una muerte lenta.
Ahogado en su propia sangre.
Pero moría.

Y eso era lo importante.
Porque solo así sobrevivíamos.

Después de un largo silencio, Yuher soltó una risa leve, sin mostrar los dientes.
Una risa rota.
Vacía.

—¿Lo recuerdas? —preguntó—. Nuestra niñez. Cuando nuestros juegos eran entrenar con la espada. Y nuestros pasatiempos... matar soldados, capturar espías.
Ver cómo el amo los despellejaba vivos.
Como animales.

La observé. Asentí.

—Recuerdo esas noches en las que llorabas —dije—. Y yo te abrazaba... y las tres nos acurrucábamos para dormir juntas.
Así celebrábamos nuestras victorias.

—Sí... —respondió con tristeza—. Y ahora míranos...
Tres piezas de una condena sin derecho a decir "no",
Sin derecho a escapar...
Sin derecho a una vida normal.

—Lo que hacemos es por una causa, Yuher...

—¿¡Una causa!? —me interrumpió furiosa—. ¿Acaso recuerdas quién nos arrastró a esta maldita causa?

Mil años atrás

Consejo del Reino Celestial

—¿Aceptan la misión? —preguntó solemnemente uno de los miembros del consejo, conocido como el "Rollo Sagrado".

—Sí. Aceptamos —respondí sin titubear.

Yun y Yuher me reprendieron de inmediato.

—¿¡Qué crees que estás haciendo!? Si aceptamos... sabes cuál será nuestro final.

—Si no lo hacemos... el final será el mismo.
Al menos así tendrá sentido.

—¡Yin! ¡Quedamos en no aceptar!
¡Nosotras no tenemos nada que ver!
Por favor, simplemente... niega...

Pero yo ya estaba decidida.
Había tomado mi camino.
Aunque tuviera que pasar por encima de sus deseos.

—Tal vez esta sea la única forma...
Tal vez... nunca seremos libres...
Pero al menos... podremos ser útiles.

—Tú, Yin... —dijo Yuher con la voz quebrada—. Tú fuiste la razón por la que ahora las tres estamos aquí...
Atrapadas en este mundo mortal.
Sobreviviendo por separado.
Fallando.
Gastando nuestras últimas vidas...
Nuestro último recurso...
Todo por tu maldita causa.




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