Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capitulo 68

Yuher alzó la mirada, desconcertada, con lágrimas empañando sus ojos.
—No lo entiendo... ¿Qué hice mal?

Su voz tembló justo cuando el viento comenzó a levantar un remolino de polvo a su alrededor. Su rostro, antes lleno de vida, comenzó a deshacerse como arena, fragmentándose con cada ráfaga. El aire la deshacía, como si nunca hubiese estado ahí.

Desde lo alto, Yin la observaba. En su rostro no había compasión, ni dolor. Solo una gélida indignación. En su mano derecha, una nueva daga tomaba forma, más oscura, más profunda.
—Todo —dijo, su voz tan cortante como la hoja que empuñaba—. Lo hiciste mal desde el principio.

Sin titubear, Yin alzó el brazo y hundió la daga en el cuello de la joven. No hubo temblor en su pulso. No hubo remordimiento en su mirada.

Ni una sola lágrima adornaba ya su rostro. Estaba vacía. Y era precisamente esa ausencia lo que más estremecía.

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Un recuerdo se coló en su mente, brillante como una grieta en el hielo:

Yin sostenía entre sus manos los restos de un pequeño caballo de madera roto. Yuher, más pequeña, lo miraba con ojos inundados de tristeza.
—Yin... ¡Quiero ese mismo caballo! No otro. Ese era especial...

Yin la contempló confundida, sin entender por qué tanto drama.
—Yuher... solo es madera. Podemos hacer otro mejor.

—¡No! —gritó Yuher—. Tú me lo hiciste... ¡ese era nuestro caballo!

Yin se agachó, lo tomó con delicadeza, y se lo mostró con una chispa de emoción inusual en su voz.
—Está bien, tranquila. Puedo arreglarlo. Aún mejor... puedo darle vida.

Ese día fue la primera vez que Yuher descubrió su don. Habían llorado, reído, y luego habían reído más fuerte al ver al caballito moverse por sí solo. Había sido mágico. Había sido... real.

Volviendo al presente, la daga en la mano de Yin se hundió aún más, hasta silenciar el último suspiro del cuerpo que ya no luchaba. Cerró los ojos, esta vez sin dejarse llevar por la culpa, solo para asegurarse de no ver la luz apagándose en los de su víctima.

El cuerpo se desplomó, levantando una pequeña nube de polvo. Yin retiró la daga de un tirón, y al hacerlo, esta se desvaneció en el aire como humo disipado por la tormenta. El viento se llevó con rapidez el cuerpo, pero no sin antes revelar lo oculto: la carne se deshacía, y en su lugar emergía la verdadera forma de la criatura.

No era Yuher.

—Mi Yuher jamás rompería una regla sin mis órdenes —sentenció con voz grave.

Una figura emergió tras ella. La Sinsaya mayor la observó en silencio durante unos segundos, lo suficiente para captar la revelación.
—Qué extraño... un Xhiamix en estas tierras. Ellos jamás cruzan el límite hacia este reino —murmuró.

—No... al menos no sin una orden del Consejo —respondió Yin sin siquiera mirarla.

—Mi señora... ya sabes cómo soy. A veces lenta, otras veces torpe. ¿Podrías explicarme?

—Los Xhiamix han servido al Consejo por generaciones —dijo Yin—. Incluso durante mis trances he visto algunos escondidos en Whanzhan. Supongo que el Consejo quiere asegurarse de que sigamos... obedeciendo lo escrito.

—¿Eso significa que el Consejo no confía en ustedes?

—No solo eso. Sospecho que están preparando algo. Algo que aún no nos muestran, pero que no será agradable.

La Sinsaya enderezó su postura, haciendo una reverencia elegante.
—¿Deseas que investigue más al respecto?

—No. Si creen que seguimos ignorantes, tenemos ventaja.

Ambas retomaron el camino hacia la mansión. El silencio entre ellas no era vacío, sino denso, cargado de pensamientos. La Sinsaya reflexionaba, encajando piezas sueltas de un rompecabezas que aún no tenía forma. Yin, que podía leerla como a un libro abierto, no tardó en notar la maraña de deducciones en su mente.

—¿No me dirás lo que piensas?

La mujer dudó.
—No creo que sea importante, mi señora...

Yin detuvo su andar por un segundo, giró apenas su rostro.
—¿Bromeas? Cualquier cosa que venga de ti, lo es.

La Sinsaya sonrió levemente, agradecida, e inclinó la cabeza.
—Me preguntaba si los Xhiamix también están relacionados con los ataques recientes a las jóvenes. Y... si el que acabas de eliminar fue el mismo que intentó atacarte en el palacio.

La suposición retumbó en la mente de Yin como un eco que ya había oído. Tenía sentido. Demasiadas coincidencias. Demasiadas piezas encajando en silencio.

El Consejo jugaba un juego antiguo. Uno peligroso. Y aunque creyeran que sus movimientos eran invisibles, Yin ya comenzaba a ver el tablero.

Pero... ¿por qué insistir en estos juegos? ¿Por qué ahora?

¿Acaso eran ciertos los rumores? ¿Nada les bastaba a esos ancianos?

Fuera lo que fuera, Yin supo que la tormenta apenas comenzaba.

—Mi señora... —volvió a decir la Sinsaya, con un dejo de preocupación.

Yin no respondió. Solo caminó, con la mirada fija en el horizonte. Como si ya pudiera ver lo que se avecinaba.




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