Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capítulo 75

Antes de que decidiéramos quién abriría la puerta, esta se abrió sola, lentamente, revelando a dos guardias tras ella. Tres hombres se acercaban en nuestra dirección, con pasos firmes y decididos.

Sus ropas eran ásperas y gruesas, hechas con pieles de animales salvajes. Las botas también parecían talladas del mismo material, y sus brazos fuertes e imponentes bastaban para intimidar incluso al más valiente. Sus rostros eran aún más feroces. No pude evitar sentir una punzada de lástima al verlos marchar hacia nosotros con expresión dura.

Cada paso que daban era un centímetro menos entre nosotros y una posible muerte, y sin embargo, ninguno de nosotros hizo el más mínimo intento por huir.

El hombre al frente parecía ser el líder. No era un anciano, pero tampoco podía decirse que aún viviera sus veinte años. Aun así, si debía dar mi opinión, su presencia era menos salvaje que la de los otros dos.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó con voz grave, deteniéndose a escasos cinco pasos de nosotros.

Wong Chuye hizo avanzar su caballo con serenidad y se colocó al frente del grupo. Fue él quien tomó la palabra, mientras el resto tratábamos de mantener la compostura y no demostrar el miedo.

—Nos dirigimos al estado Wei, pero calculamos mal el tiempo. Nos quedamos sin provisiones antes de lo esperado —explicó Chuye con voz serena—. Vimos en el mapa que su tribu era la más cercana, y vinimos para ver si podríamos comprar un poco de agua, comida y ropa para nuestros compañeros.

El hombre soltó una carcajada seca y burlona.

—¿Y se supone que debo creer eso? ¿Qué clase de tonto creen que soy? ¿Espías, quizás? ¿Vinieron a inspeccionar nuestras defensas para un futuro ataque?

—No, señor —respondió Chuye con firmeza—. No somos espías.

El hombre frunció el ceño.

—¿Y entonces por qué se atrevieron a cruzar el valle? ¿No saben que fue mi tribu la que se llevó a tu hermano, niño?

Aquellas palabras golpearon a Chuye como una lanza en el pecho. Lo vi claramente en su rostro. Sus recuerdos lo traicionaron en ese instante, volviendo a revivir la dolorosa imagen de su hermano mayor desertando, abandonándolos por no aceptar la ideología del imperio, acusando al gobierno de manipular y mentir.

Miré hacia arriba y noté que en las torres había guardias listos para atacar a la mínima señal. No teníamos ventaja alguna. Bastaba una sola orden del hombre frente a nosotros, y todo se derrumbaría.

—Les daré una última oportunidad —advirtió con dureza—. ¿A qué vinieron realmente?

—Solo por agua, comida y algo de ropa —repitió Chuye sin titubear—. No tenemos malas intenciones con usted ni con su tribu.

El hombre nos miró en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Finalmente, hizo una seña a los guardias detrás de él. Dos se acercaron, tomaron nuestras pertenencias y comenzaron a arrastrarlas al interior. Luego, otros guardias se colocaron detrás de nosotros con lanzas en mano, indicándonos que los siguiéramos.

—Más les vale estar diciendo la verdad —dijo el líder antes de girar sobre sus talones.

Caminamos tras ellos, ingresando a la pequeña ciudad. Los habitantes nos observaban con desconfianza, algunos con miedo, otros con desprecio. Incluso los niños se escondían tras las puertas al vernos pasar.

—Parece que no somos bienvenidos —murmuró Xiao con amargura.

—Lo sé —respondí—. Nos miran como si fuésemos criminales.

Fuimos guiados hasta una gran tienda, donde, según nos informaron, se encontraba el jefe de la tribu. Antes de entrar, se nos pidió que desmontáramos de los caballos y camináramos. Lo hicimos sin protestar, sabiendo que cualquier error podría costarnos caro.

Antes de cruzar el umbral, el mismo hombre que nos habló nos advirtió:

—No miren al jefe a los ojos a menos que él lo permita. Arrodíllense al presentarse, muestren respeto como si estuvieran ante su emperador. Y por ningún motivo lo insulten.

—¿Y cómo podríamos insultarlo? —preguntó alguien, pero no recibió respuesta.

Solo nos quedó confiar en los dioses y seguir adelante.

Una vez dentro, nos arrodillamos por voluntad propia, sentándonos sobre nuestras piernas, las manos unidas frente al pecho, la mirada fija en el suelo. Ninguno se atrevió a alzarla.

—Parece que tenemos visita, ¿no es así, Dong Yuan? —dijo una voz grave desde el interior de la tienda.

—Así es, señor.

El líder de la tribu nos escudriñó con atención, analizando nuestras ropas y rasgos. No tardó en deducir nuestro origen.

—Así que... los hijos del imperio Chan están frente a mí.

<¿Qué dice usted? ¿También es del imperio Chan?>

—Sí, señor. Venimos de la capital —respondió Chuye.

—¿Y a qué vinieron nuestros distinguidos invitados?

—Como le mencionamos antes, venimos en busca de ayuda —repitió Chuye, con la misma calma tensa de antes—. Íbamos rumbo al estado Wei, pero el viaje fue más largo de lo previsto. Nuestras provisiones se agotaron. Pensamos que quizás podríamos comprar agua, comida y algo de ropa para continuar nuestro camino.

El jefe de la tribu guardó silencio unos segundos antes de replicar:

—¿Y qué los hace pensar que voy a ayudarlos?




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