—¿Tío, es verdad que luchas contra los malos? Papá me dijo que eras un espía... —susurró la niña, acercándose con complicidad, como si hablara de una leyenda prohibida. Se puso de puntitas para que solo él pudiera oír—. Me dijo que era un secreto...
Chuye bajó la voz, contagiado por la seriedad juguetona de la pequeña.
—Así es. Es un secreto muy importante. Si alguien más se entera... me atraparán. Y moriré.
La niña abrió los ojos de par en par y se tapó la boca con ambas manitos, horrorizada.
—¿Prometes no decírselo a nadie? —le preguntó Chuye, inclinando la cabeza con solemnidad.
Ella negó con tanta fuerza que sus trenzas bailaron. Chuye sonrió, y con suavidad, la alzó en brazos. La pequeña se acomodó enseguida, como si ese fuera su lugar natural.
La madre observó la escena desde la puerta. Su hija, tan desconfiada con extraños, ahora parecía estar en casa en los brazos de ese joven. Confiando en esa conexión, le dejó a su cuidado y salió, cerrando la puerta tras ella.
—¿Quién lo diría? Encariñarte con una niña de tres años... —bromeó Zhao Chen desde el fondo de la habitación.
Chuye le lanzó una mirada fulminante, la clase de mirada que decía más que mil palabras: Ni una palabra más. Zhao Chen se encogió de hombros, esbozando una sonrisa, pero dejó el tema en paz.
Con la niña aún en brazos, Chuye se unió al grupo. Todos lo observaron con sorpresa; la calidez de su gesto parecía desentonar con su personalidad usual.
—Ash... ni sé por qué me afecta tanto —murmuró uno de los chicos—. Pero volvió el viejo Chuye.
—Mientras él se encarga de jugar a la niñera, nosotros deberíamos pensar en lo importante: el maldito traje de estudiante —comentó otro.
—Buena idea... aunque seamos honestos, sin Chuye estamos medio perdidos. Él siempre ha sido el cerebro del grupo —dijo Xiao Ba, cruzándose de brazos.
—Ay, por favor —se quejó Zhao Chen—, ¿qué tan difícil puede ser imaginar un uniforme?
—Varias ideas frustradas después...—
Xiao Ba yacía boca abajo sobre el suelo, sin fuerzas ni ideas. Los demás se habían rendido y se habían dejado caer en cualquier rincón, rendidos ante el calor y la falta de inspiración. Las ventanas abiertas dejaban pasar la brisa, pero ni siquiera eso refrescaba sus mentes quemadas.
—Estamos muertos... —resopló Zhao Chen, secándose la frente con dramatismo.
De pronto, algo pareció iluminarle la mente. Se incorporó de un salto y caminó hacia Yin con una sonrisa interesada.
—Querida Yin... tú eres la más inteligente del grupo. Incluso más que Chuye...
Yin arqueó una ceja, sin levantar la mirada del libro que tenía entre manos.
—¿Qué quieres, Zhao Chen?
—¿Cómo que qué quiero? —soltó su brazo con teatralidad—. ¡Nos ves aquí, agonizando en un mar de estupidez, y no haces nada! Sabemos que eres increíble. La mujer que vino a buscarnos dijo que tú podías dar y quitar. Que tu poder es único...
Yin desvió la mirada, incómoda.
—No uso mis habilidades para cosas superficiales. Mi cuerpo no lo resistiría. Solo las utilizo en casos verdaderamente necesarios.
—¡Y esto lo es! —exclamó Zhao Chen.
—No, Chen. Es un problema que cualquier humano puede resolver. No necesitamos poderes para esto.
—Ash... olvídalo —resopló Xiao Ba—. A menos que vea a uno de nosotros morir deshidratado en el desierto, no se va a compadecer.
—No exageres... —intentó calmarlo Yin, pero la frustración era evidente en sus rostros.
Mientras tanto, Xiao permanecía junto a la ventana, perdido en sus pensamientos. Miraba hacia el jardín donde jugaba la niña. Sus ojos inocentes se le habían quedado grabados. Había algo en ella que no lograba entender, pero que lo removía por dentro.
No era un deseo. No era pasión. Era... ¿futuro?
La escena lo conmovía de forma inexplicable, aunque sabía que aún era solo una niña. Aun así, dentro de él empezaba a nacer una idea temeraria: cuando me toque elegir esposa... quizás sea ella.
—Parece que nuestro pequeño amigo no puede dejar de suspirar... —bromeó Xiao Ba.
Xiao se sobresaltó.
—¿No estarás pensando...? —empezó Zhao Chen, burlón—. ¿En casarte con ella?
—¡¿Qué?! ¡Claro que no! —Xiao se puso de pie de inmediato, visiblemente nervioso—. ¿Cómo pueden pensar eso? No soy un pervertido.
La risa estalló entre sus compañeros.
—Bueno, si quieres que el "tío" te acepte, tendrás que llevar una buena dote... —sugirió uno con picardía.
—¡Mínimo cinco carros! —añadió otro.
—¡Cállense! —rugió Xiao.
Y en ese instante, pequeñas agujas volaron desde sus mangas. Eran finas, casi invisibles, y su punta brillaba con un veneno mortal.
El grupo reaccionó al instante. Saltaron, rodaron, esquivaron. Las agujas se incrustaron en las paredes y el suelo, temblando por la fuerza con que habían sido lanzadas.
Todos se quedaron en guardia.
Xiao jadeaba, con el rostro enrojecido por la furia. Nadie tenía sus armas a mano, pero sabían que él no estaba bromeando.
—¿Qué demonios te pasa, Xiao? —preguntó Zhao Chen, con tono serio ahora.
Pero Xiao no respondió. Algo en él se había quebrado. Una línea que no debía cruzarse había sido atravesada. Sus ojos no eran los del joven noble de siempre, sino los de alguien dispuesto a hacer daño para proteger lo que consideraba sagrado.
Los demás se miraron en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, se dieron cuenta de que tal vez... no sabían quién era realmente Xiao.