—¿Xiao? Por favor... háblanos. Dinos qué te sucede. —la voz temblorosa de Zhao Chen rompió el tenso silencio.
—Él no es Xiao... —respondió Yin con calma, sin apartar la vista del horizonte. Permanecía sentada frente a la ventana, observando el atardecer teñido de tonos escarlata.
—¿Y tú por qué estás tan tranquila? ¿Acaso... estás con él?
Yin esbozó una pequeña sonrisa. Se puso de pie con suavidad y caminó hacia sus amigos. Con paso firme, se detuvo justo frente al supuesto Xiao, adoptando una postura de combate. Lo estudió con la mirada unos segundos... y entonces lo comprendió. Sabía exactamente cómo entrar en su mente.
Un agudo silbido, apenas perceptible para los presentes, estalló en los oídos del impostor. Él intentó resistirse, pero su cuerpo comenzó a temblar. Vulnerable. Expuesto. Aquel sonido no afectaba a nadie más. Solo a él.
—Yin... ¿qué estás haciendo? —preguntó Zhao Chen, paralizado. Nadie entendía lo que ocurría. Nadie sabía qué era realmente esa cosa que usurpaba el cuerpo de su amigo.
De pronto, la voz de Yin resonó en toda la habitación, pero ya no era solo su voz. Eran varias, unidas en un eco demoníaco que erizaba la piel. Aun así, ella permanecía inmóvil, impasible como una estatua. Su cabello y su ropa se agitaban con el viento que se colaba por la ventana, pero su cuerpo no se movía ni un milímetro.
—Arrodíllate —ordenó.
El ser se retorció, resistiéndose, pero Yin aumentó su poder, hurgando en lo más profundo de su mente, alcanzando sus fibras más sensibles.
—Te dolerá más si te niegas. —su tono fue firme, implacable—. Te daré una última oportunidad. Arrodíllate.
El impostor no pudo resistir más. Cayó sobre una rodilla, con la cabeza gacha. Yin había ganado. Había invadido su conciencia. Él ya no lucharía.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Yin con voz serena, pero cargada de una autoridad que helaba la sangre.
El ser levantó la cabeza con esfuerzo, pero apenas pudo sostener su mirada. Yin le advirtió:
—¿Aún tienes el descaro de resistirte teniéndome frente a ti? Qué falta de respeto.
—Solo obedecemos órdenes del Consejo. —respondió con una voz distinta a la de Xiao, más grave, más inhumana.
—¿Para qué? ¿Es que acaso no confían en nosotras?
—¿Confiar en una Portadora? ¿En la supuesta "Diosa" que asesinó a su propia madre por venganza? ¿Esperabas que el Consejo te diera su fe ciega?
Yin apretó los puños. Sus ojos destellaron con rabia.
—Hoy... pagarás por tus faltas hacia una deidad superior.
El ser rió, burlón, como si se mofara del título que ella reclamaba.
—Me parece irónico que te llames a ti misma "deidad" cuando no eres más que una humana... como todos ellos. —señaló a los demás.
Sin titubeos, Yin cerró el puño y, con ello, aumentó la presión dentro del cuerpo del impostor. Lo manipulaba como a un títere, haciendo que se retorciera en el suelo de puro dolor.
No lo mató de inmediato. No. Quería que sintiera cada punzada. Usó el dolor como arma. Como castigo. Cien cuchillas invisibles atravesaban su carne, girando lentamente en sus entrañas, cada una con un propósito específico: hacer que suplicara por morir.
El Xhiamixg, criatura nacida del Reino Celestial, nunca había experimentado el dolor. Fueron creados para infligirlo, no para padecerlo. Pero Yin los conocía bien. Ella los creó. Por eso sabía exactamente cómo quebrarlo.
Y lo hizo.
Por primera vez, lágrimas recorrieron el rostro del ser. No por compasión, sino por sufrimiento puro. Yin lo observó fría, sin pestañear.
Entonces, los recuerdos la golpearon como una ola.
Un pasado inquebrantable. Una pérdida irreparable.
Vio a su madre, arrodillada, sufriendo en manos del mismo consejo. Vio su rostro destrozado, pero aún con una última sonrisa... una sonrisa para ella, su hija. Yin, aún una niña, gritaba y lloraba en el suelo, sujetada por dos Xhiamixg mientras el Consejo la observaba sin un ápice de emoción. Su padre estaba allí, impasible.
—Papá... por favor... ayúdala... no dejes que la lastimen más...
Su padre se acercó lentamente. Se agachó frente a ella y, con los dedos fríos, acarició su mejilla empapada en lágrimas.
—Todos debemos pagar por nuestros pecados —dijo, con una voz tan vacía como la de un extraño.
En ese momento, Yin comprendió: estaba sola. Totalmente sola.
Desesperada, logró liberarse de los Xhiamixg y corrió hacia su madre. Tenía que salvarla. Tenía que alcanzarla. Pero un miembro del Consejo, con un solo gesto, desintegró a la mujer frente a sus ojos. Yin llegó justo a tiempo para abrazar... cenizas. Solo cenizas.
Y se quebró.
Se abrazó a sí misma, arrodillada, intentando contener el dolor que no podía entender.
—Muy bien... ahora ya no hay nada que impida el camino de las nuevas Portadoras —había dicho una voz cruel entre las sombras.
Volviendo al presente, Yin apretó los puños con fuerza. El remolino de energía que había creado aumentaba en intensidad. El impostor apenas podía respirar.
—Ja... parece que la Diosa ya no tiene más poder —se burló con dificultad—. Usaste todo lo que te quedaba en ella... en tu madre.
—Yin... —la voz de uno de sus amigos tembló— ¿Qué está diciendo?
El impostor, jadeando, entendió que estos humanos eran importantes para ella.
—Ya veo... ahora te encariñas con simples mortales... ¿Y aún así crees que podrás protegerlos? Ni siquiera pudiste salvar a tus hermanas...
No pudo terminar la frase.
Yin extendió su brazo con firmeza. Cerró el puño.
Y con un solo movimiento, separó su cuerpo. Primero las extremidades. Luego la cabeza. Su torso cayó inerte. Enseguida, un viento helado recorrió la habitación, formando un remolino de cenizas que giraba alrededor del cadáver sin tocar ni un solo objeto, ni siquiera las copas sobre la mesa.
El silencio era absoluto.
—¿Pero qué... acaba de pasar? —susurró alguien.