Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capítulo 91

—Es lo correcto... —terminó de decir la Sinsaya, con voz firme pero serena.

Xiao Ba seguía forcejeando con ella, temblando, con los ojos llenos de desesperación. Aun sabiendo que el tiempo era limitado, se negaba a soltarla. Yin estaba gravemente herida, su cuerpo apenas resistía, y sin embargo... esta era la única oportunidad de salvarla. La punta de la flecha no solo estaba incrustada, estaba siendo empujada lentamente por una fuerza externa, oscura, maligna... acompañada por el veneno de la flor "Du Hua".

—Xiao Ba... déjala —intervino Zhao Chen, tomando su brazo con suavidad.

Su voz no fue una orden, sino un ruego.

—Déjala hacer su trabajo. Nadie más puede hacerlo... nosotros no podemos —agregó, bajando la mirada.

Todos lo sabían. La Sinsaya sí podía actuar sin vacilar. Debían dejarla, aunque esa decisión se sintiera como un cuchillo clavado en el pecho. Aunque fuera lo último que hicieran por Yin.

Xiao Ba miró a su hermana agonizante, luego a sus amigos. Con los labios apretados y el corazón quebrado, soltó un suspiro entre quejidos y dio un paso atrás. Desvió la mirada. No podía verla. No podía ver lo que estaban a punto de hacerle.

La Sinsaya se acercó a la cama con pasos firmes. Levantó con cuidado el cuerpo de Yin, ayudándola a sentarse. Al hacerlo, Yin soltó una tos seca, brutal, salpicada de sangre. Sangre en la boca. Sangre en la nariz. Su rostro, una mezcla de sudor, fiebre y muerte.

—Acércate... —susurró Yin.

La Sinsaya obedeció. Yin le dijo algo al oído. Palabras apenas audibles.

Luego, con un leve gesto, le pidió a Wong Chuye que se acercara. No se lo pidió a Xiao Ba. Él ya estaba suficientemente roto. No quería que la recordara así. Chuye se colocó a su lado, la sostuvo con ambos brazos mientras la Sinsaya daba indicaciones a Zhao Chen.

—Necesitaré agua tibia, muchos paños... y algo para estabilizar la hemorragia —dijo con tono profesional, pero no por eso menos afectado.

Zhao corrió a cumplir.

La Sinsaya tomó la daga con la mano derecha. Cerró los ojos, y un aura cálida envolvió la hoja. La estaba purificando con su energía. Cuando estuvo lista, sin más, hundió la hoja directamente en la zona afectada.

La carne herida crujió al ser cortada. Yin gritó. Un grito desgarrador, tan profundo que se oyó incluso en las afueras de la posada. Algunos transeúntes se detuvieron. Otros se persignaron, creyendo que escuchaban el lamento de una bestia.

Pero no. Solo era el dolor de una mujer humana, siendo abierta por una daga al rojo vivo.

La Sinsaya trabajó sin descanso, extirpando poco a poco el tejido dañado, limpiando la zona y cortando cada ramificación del veneno. Por fin, tras un largo proceso, extrajo la punta: una espina negra, cubierta de humo denso.

Con cuidado, la elevó frente a ella, recitó un hechizo en un idioma antiguo, y en segundos la punta comenzó a desintegrarse como polvo negro, una arena maldita que se disolvía en el aire.

Yin dio una última tos, débil... y cayó desmayada en los brazos de Chuye.

—¿Yin? —preguntó él, alarmado.

La sostuvo con delicadeza, pero algo no estaba bien. No había peso. No había movimiento. No sentía el calor de su respiración.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué no despierta? —Chuye la sacudió suavemente, mirando alrededor.

Zhao Chen se acercó desde atrás. No dijo nada al principio. Solo observó... y en ese silencio descubrió la verdad.

Yin ya no respiraba.

—No... —murmuró Chuye, acercando su rostro a la nariz de Yin.

No había calor. No había aire. No quedaba vida.

—No... no... ¡NO! —gritó Xiao Ba, avanzando a zancadas—. ¡¿Qué haces parada sin hacer nada?! ¡Haz algo! ¡Despértala!

La Sinsaya seguía sentada, recta, serena, con las manos aún manchadas de sangre. No respondió de inmediato.

—Mi señora... se encuentra en trance —dijo finalmente—. No tengo autorización para intervenir.

—¡¿Autorización?! ¡Tu deber es mantenerla con vida!

—Mi deber —corrigió ella con frialdad— es ayudar a mi señora a cumplir la profecía.

—¿Y esto... esto también es parte de esa profecía? —preguntó Xiao Ba con los ojos enrojecidos.

La Sinsaya bajó la mirada. No respondió. No pudo.

Yin no respiraba. Sus músculos no se movían. Su pecho estaba inmóvil. La vida, como la brisa, la había abandonado al caer la noche.

La lavaron. La vistieron. Le colocaron túnicas blancas, símbolo de duelo. Su piel, ya de por sí pálida, se tornó casi transparente. Sus labios se oscurecieron, morados, sin rastro de su antiguo calor.

Yin estaba muerta.

No quedaba duda. Lo sabían todos.

Pero... ¿cuándo había muerto exactamente? ¿Cuando la daga entró en su cuerpo? ¿Cuando la punta se incrustó cerca de su corazón? ¿O había muerto mucho antes? ¿Al entrar a la posada? ¿Era todo esto una ilusión? ¿Una despedida escrita por el destino?

Nadie lo sabía. Solo una cosa era segura: para todos, Yin estaba muerta.

Para todos, menos para la Sinsaya.

Ella permanecía sentada, con la mirada clavada en el cielo, como si esperara una señal más allá de lo humano. Chuye, incapaz de respirar el aire denso del interior, salió al jardín para tomar aire. El silencio era abrumador, pero entonces, a lo lejos, vio una silueta blanca entre los árboles.

Se acercó.

La Sinsaya estaba allí, de pie, inmóvil, como una estatua sagrada. Su rostro seguía bañado de calma, y aún tenía sangre seca en las manos.

Chuye se quitó el abrigo y lo colocó sobre sus hombros.

—Hace mucho frío. Deberías descansar adentro. Puedes tomar mi cama si quieres.

—No es necesario —respondió ella sin apartar los ojos del cielo.

—Pasaste toda la noche mirando hacia arriba... En eso te pareces a Yin.

—Mi señora... siempre miraba el cielo con devoción. Todas las noches. Siempre desde su ventana.

Chuye alzó la vista también.

Y en ese momento se preguntó:
¿Qué veía Yin allí arriba?
¿A quién miraba?
¿Qué secreto estaba escondido detrás de ese inmenso muro de estrellas?




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