—¿A quién ves?
—A mi señora...
—¿A Yin?
La Sinsaya asintió lentamente, con los ojos fijos en el cielo.
—Así es.
—¿Y qué hace?
—Nada... solo duerme en paz.
—Si a dormir te refieres a morir, entonces te creo —replicó Chuye con tono seco.
La Sinsaya sonrió apenas, sin apartar su vista de las alturas.
—Lo sé. Para ustedes, los seres mortales, cualquier cosa que deja de respirar se considera muerta.
—Hablas como si nosotros fuéramos los extraños. Dime tú, ¿qué es entonces la muerte para los tuyos?
Ella guardó silencio. Bajó la mirada y se volvió hacia él, como si buscara una respuesta más allá de las palabras.
—Para nosotros... no es simplemente dejar de respirar o de moverse... Es algo más profundo. Algo... inexplicable.
Luego retomó su postura, con los ojos perdidos en la oscuridad del cielo.
—La muerte no es algo que podamos elegir. Fuimos creados para vivir eternamente... pero incluso para nosotros, hay momentos en los que no hay remedio. Hay caminos de los que no se puede volver. Yin siempre solía decir que la verdadera muerte no llega cuando el cuerpo se rinde, sino cuando el alma es olvidada. Cuando ya no hay memoria, ya no hay dolor... y entonces, solo así, se deja de existir.
»Un mortal muere cuando deja de luchar, cuando el sufrimiento lo consume hasta convertirlo en un suspiro apagado. Para los inmortales, en cambio, basta con ser olvidados para desaparecer. Nos convertimos en sombras, en ecos de lo que fuimos... muertos en vida.
—Aún así, para ambos mundos, la muerte siempre tiene un único destino —murmuró Chuye—. Una sola ruta, sin retorno.
—Supongo que tienes razón —aceptó ella con voz suave—. Al final, todos dejamos de existir. Incluso para aquellos que alguna vez prometieron recordarnos por siempre... también llega el olvido.
Un largo silencio se impuso entre ambos. Solo el crujido del viento entre los árboles y el canto de los grillos les hizo compañía, como si la naturaleza misma intentara llenar el vacío de sus pensamientos. Ambos contemplaban la luna —etérea, redonda, silente—, rodeada por la quietud luminosa de las estrellas.
—Desde que tengo memoria, Yin mantenía la vista clavada en la luna —murmuró Chuye—. No importaba si estaba llena, vacía o a medio camino... Ella la miraba con una devoción que nadie más comprendía. Cada noche la esperaba, como si hallara en ella la única paz posible.
La Sinsaya lo miró a los ojos. En ellos encontró algo que jamás creyó ver en un ser humano: confianza pura. No la confianza superficial del que se fía de otro, sino esa antigua y poderosa sensación de comunión, como si entre ambos existiera un lazo que iba más allá de esta vida.
Pero en el fondo, algo le oprimía el pecho. Una certeza amarga. Ella sabía por qué Yin se había apartado, por qué había querido cargar con el dolor sola. Lo había visto con claridad.
Porque Chuye... él no era un simple humano.
La Sinsaya guardó silencio un momento más, como si reuniera el valor para confesar algo que cambiaría el rumbo de todo.
—Yin quería protegerte de esto... Por eso se alejó. Por eso... jamás debió existir en tu mundo.
Chuye entrecerró los ojos, como si su instinto le advirtiera que algo estaba a punto de quebrarse.
—Me hablas como si tuviera alguna relación de sangre con Yin —dijo, ya intuyendo lo inevitable.
Ella asintió con solemnidad.
—Y la tienes... Príncipe Mingjie.
Un estremecimiento recorrió el aire. Las hojas crujieron en lo alto. La luna pareció observar desde su trono de plata el momento exacto en que la verdad se revelaba.
—¿Qué estás diciendo...?
—Chuye... tú eres el cuarto elegido. El último pilar de la profecía. El que une el mundo de los mortales con el Reino Oscuro. Tu existencia no fue casualidad, ni siquiera para los dioses. Has sido parte del destino desde mucho antes de tu nacimiento. Eres el Príncipe del Inframundo.
Silencio.
El mismo que antecede a las tormentas.
Chuye dio un paso atrás. Su aliento se volvió más pesado. De pronto, todas las piezas rotas de su vida parecían calzar en un solo rompecabezas. Su fortaleza, sus sueños, sus pérdidas. Su conexión con Yin. Las visiones. Todo.
Y sin embargo, solo pudo murmurar una palabra.
—No...
La Sinsaya no dijo más. Porque a veces, el dolor no necesita explicaciones. Solo tiempo.