—Pasaron siglos, décadas... años —susurró la Sinsaya con voz cansada—. Yin te buscó en cada rincón del mundo. Jamás quiso que te involucraran en esto, porque sabía cuál era el final para todos los tocados por la profecía. Por eso se rindió ante su destino. Aceptó. Calló. Se arrodilló... y dejó que el tiempo decidiera por ella.
Chuye frunció el ceño. Su voz se endureció.
—Hablas como si tuviera algún lazo de sangre con Yin...
La Sinsaya desvió la mirada, vacilante. Sus labios se entreabrieron, como si quisiera decir algo... pero se contuvo. Sabía lo que pensaba su señora, y revelar aquel secreto podría sellar no solo el destino de Chuye, sino la caída del equilibrio que tanto luchaban por mantener.
—¿Por qué guardas silencio?
El tono de Chuye se volvió más exigente, su respiración acelerada, los ojos fijos en ella como cuchillas que no permitían evasivas.
—Disculpe —dijo ella con suavidad, apartando la vista—. Será mejor que me retire...
—¡No! —Chuye dio un paso al frente y la sujetó del hombro, obligándola a girarse—. ¡Dime qué está ocurriendo! Desde aquella noche en la casa del maestro Xu, todo ha ido de mal en peor. Yin... Yin está al borde de la muerte. Y yo... también he tenido visiones. Sueños que no entiendo. Sombras. Voces. Imágenes de cosas que nunca he vivido, pero que siento como si las hubiera visto mil veces.
La Sinsaya lo miró fijamente. En sus ojos se reflejaba una mezcla de compasión, lástima... y resignación.
Entonces, sin previo aviso, ella alzó la mano y rozó la sien de Chuye con la yema de los dedos. Una corriente invisible los conectó. Sus recuerdos se entrelazaron.
Un torrente de imágenes estalló dentro de la mente de Chuye: la visión de una mujer de cabellos blancos, su rostro a veces sereno, a veces cubierto de lágrimas y rabia. Ella reía bajo la luz de la luna... y luego gritaba en medio de una tormenta de oscuridad.
Chuye se estremeció. Una lágrima solitaria descendió por su mejilla, sin que supiera por qué.
Retrocedió tambaleándose, golpeándose la frente como si quisiera arrancarse las visiones de la cabeza.
—Tal vez fue una ilusión... —balbuceó, pero en su interior sabía que no lo era.
—¿Nunca te has preguntado por qué esos sueños comenzaron justo en la cabaña del maestro Xu? —preguntó la Sinsaya, acercándose—. ¿Por qué ves a Yin así? ¿Por qué tú?
Chuye negó con la cabeza, jadeando, buscando respuestas entre imágenes que no entendía.
—¡Sal de mi cabeza!
Cayó de rodillas, tembloroso. Ella se agachó a su lado, sin miedo, con esa calma que solo poseen los que ya han visto morir demasiadas veces.
—Esas pesadillas... esa oscuridad... no son normales. Yin también las tuvo. Lloró. Gritó. Suplicó. Pero no pudo escapar. Porque es parte de lo que somos.
Chuye levantó la vista, sus ojos empañados, su voz quebrada:
—¿Qué... qué quieres decir?
La Sinsaya se enderezó. Por un momento, dudó. Pero ya no podía ocultarlo más.
—No fue casualidad que el Consejo te marcara —dijo, en voz casi inaudible, con la luna temblando sobre sus ojos plateados—. Desde el principio, si Yin no lograba cumplir su parte... tú serías el reemplazo.
Chuye tragó saliva. El aire a su alrededor dejó de moverse. El mundo pareció suspenderse en una espera invisible.
—¿Reemplazo?
—Uno debe caer para que el otro se eleve —susurró—. Siempre hubo dos caminos escritos en la Profecía. Pero solo uno puede llegar al final.
—¿Por qué... yo?
La Sinsaya caminó lentamente hacia él, pero esta vez no como enemiga, sino como testigo del peso que estaba a punto de caerle encima.
—Porque tú también llevas su marca. Porque, aunque no lo sepas aún... en tu sangre también vive el eco de un antiguo linaje. Porque tú, Won Chuye... eres el verdadero Príncipe Mingjie.
El corazón de Chuye dio un vuelco. El mundo giró. Su mente gritó en silencio.
—No... —susurró—. Estás equivocada...
—¿Lo estoy? —respondió ella, con una sonrisa tenue, como si ya lo supiera desde siempre—. Tu alma fue sellada. Dormida. Oculta en un cuerpo humano. Pero ahora... está despertando.
Chuye dio un paso atrás, en shock. Cada pesadilla. Cada visión. Cada sensación de vacío... ahora tenía un nombre.
—Yin quiso protegerte de esta verdad. Por eso se alejó. Por eso cargó sola con el peso de la Profecía. Pero la verdad siempre encuentra su camino.
El silencio volvió, pesado y largo.
La luna brillaba más intensa, como si presenciara en silencio el nacimiento de una nueva tragedia. Chuye se quedó de pie, temblando, dividido entre lo que era... y lo que estaba destinado a ser.
Y en lo profundo de la noche, el destino dio un paso más hacia el final.