Mientras retrocedía en su intento de escapar, Chuye tropezó con un árbol que se interpuso en su camino. Sin escapatoria, cayó al suelo. La Sinsaya aprovechó la oportunidad y se acercó a él con paso firme, sin prisa, como si ya supiera que él no tenía a dónde ir.
—¿No me dijiste que querías saber qué está ocurriendo? —susurró, su voz resonando como un eco inquietante en el bosque.
—¡Espera! ¡Déjame ir! —suplicó Chuye, con la respiración agitada.
Pero la mujer no se detuvo. Se inclinó sobre él y colocó ambas manos sobre su cabeza. Al instante, el mundo cambió.
Un destello lo cegó por un segundo y, cuando volvió a ver con claridad, ya no estaban en el bosque.
El día se tornó más brillante. El bullicio de una plaza llenó sus oídos. Estaban en algún lugar cercano a una posada, donde un espectáculo callejero acaparaba la atención de varios aldeanos. Xiao Ba estaba junto a Yin, observando con aparente tranquilidad.
—¿Yin? ¿Yin, dónde estás? —gritó Chuye, al reconocer la escena. La emoción lo empujó a correr hacia ella.
Pero su cuerpo no obedecía del todo. Su voz se sentía ajena, amortiguada. Nadie parecía escucharlo.
De pronto, una voz infantil resonó detrás de él:
—¿Yin, sabes dónde están Zhao Chen y Wong Chuye?
Era Xiao Ba. Chuye giró rápidamente hacia ellos y, por un momento, sintió alivio al verlos. Yin estaba viva. Sonreía. Se encontraba bien. Un impulso poderoso lo movió a correr hacia ella, como si al abrazarla pudiera romper todo lo que venía ocurriendo.
—¡¡Yin!! —gritó.
Pero tropezó con una piedra. Justo en ese momento, Yin reaccionó y, con un rápido movimiento, jaló a Xiao Ba hacia sí, protegiéndolo de una flecha que cruzó el aire repentinamente.
—¡Cuidado! —gritó Chuye, pero nadie lo oyó.
Yin tomó un pergamino caído del suelo. Chuye se acercó por detrás, tratando de leer junto a ella. En el papel, con letras oscuras, se leía:
"Bienvenida al Mundo de los Mortales."
Entonces, una segunda flecha surcó el cielo y atravesó el cuerpo de Yin.
Chuye la sintió como si lo hubiera atravesado a él también, aunque no le causó daño físico. Era como si su cuerpo fuese intangible, como un fantasma atrapado en una visión que no podía alterar.
Yin cayó de rodillas. Una lágrima rodó por su mejilla. Xiao Ba intentó ayudarla, pero otra flecha le alcanzó también, aunque no con la misma gravedad.
Chuye se arrodilló junto a ella, desesperado. No podía tocarla. No podía salvarla.
—Tienes que resistir, Yin... por favor... —suplicaba, entre jadeos, mientras sus lágrimas caían.
Entonces, Yin giró lentamente la cabeza hacia él.
Y lo miró.
Sí, lo estaba viendo. A él. A pesar de todo. Con la poca fuerza que le quedaba, alzó una mano temblorosa y acarició su mejilla húmeda.
—Hermano... —murmuró con un hilo de voz.
Chuye sostuvo su mano con fuerza, cerrando los ojos. Yin también lloraba. Xiao Ba, aún sorprendido, la miraba con los ojos abiertos por la incredulidad.
—Nunca quise que llegáramos a esto... —dijo Yin, negando débilmente con la cabeza.
Unos pasos apresurados rompieron la escena. Xiao Ba se adelantó, alzando a Yin en brazos para llevarla a la posada. Detrás de él venían dos médicos. Otro hombre recogió a Xiao del suelo. La escena se desvanecía entre gritos y movimientos apresurados.
Chuye, sin poder seguirlos, se quedó quieto. La escena entera fue desintegrándose, llevada por un viento repentino, como si hubiera sido arrancada de su propia memoria.
El atardecer desapareció. La calidez se esfumó.
Ahora estaba en una habitación cerrada, sin muebles, sin ventanas, rodeado solo por cuatro paredes desnudas. Ni siquiera llevaba ropa. Estaba solo, en silencio.
—¿Te encuentras bien? —resonó una voz de mujer, reverberando como si viniera desde las profundidades.
—¿Quién eres? —Chuye giró sobre sí mismo, buscando una figura que no encontraba.
Nadie respondió.
Pero a lo lejos, una luz muy brillante comenzó a resplandecer al fondo de la habitación. Como si algo lo llamara, caminó hacia ella. Atravesó la luz... y lo que encontró al otro lado lo dejó sin aliento.
Un gran salón, parecido a un templo o consejo sagrado, se extendía ante él. Decenas de seres, parecidos a humanos pero distintos en esencia, lo rodeaban sin notarlo. Estaban todos centrados en un juicio.
Tres mujeres estaban de pie en el centro. Todas de apariencias distintas. Una de ellas, la del centro, le provocó un escalofrío al reconocerla. Era la misma figura que lo atormentaba en sueños: joven, de cabellos blancos, con el aura de una diosa... y al mismo tiempo, perseguida por su propia oscuridad.
—¿Están conscientes de esta reunión? —preguntó solemnemente uno de los miembros del consejo, sentado frente a ellas.
—Sí, lo estamos —respondieron las tres al unísono.
El murmullo se apoderó del consejo. Nadie pareció ver a Chuye, aunque él estaba ahí, presente entre ellos.
—Muy bien. Entonces, les pedimos que colaboren. Que sellen el Rollo.
Del público emergieron tres mujeres más jóvenes, todas vestidas con túnicas sagradas. Una de ellas llevaba una manta blanca entre las manos. En su tela, bordadas con tinta celestial, podían leerse las palabras:
"Dōngtiān de shǐzhě" (Portadora de los Tres Reinos).
Chuye reconoció a esa joven. Era la Sinsaya. La misma que seguía a Yin a todas partes.
El ritual comenzó. Las tres mujeres de pie comenzaron a liberar su energía. Su esencia. Su poder. Lo entregaban voluntariamente, infundiéndolo en las espadas sagradas que serían selladas.
Cuando terminaron, las Sinsayas recogieron las armas, llevándoselas en completo silencio hacia los límites del salón.
Un profundo silencio se apoderó del lugar.
—¿Cómo es posible esto? —se escuchaban los murmullos del consejo.
El aire se volvió denso.
Y entonces Chuye comprendió algo que lo dejó paralizado.