Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Capítulo 95

Después de aquella extraña reunión en el consejo, sentí que algo me empujaba a seguir a esa mujer que tantas veces había invadido mis sueños. Sus pasos me condujeron hasta un palacio majestuoso, de muros antiguos y aura sagrada.

La observaba desde la distancia, oculta entre sombras, sintiendo que mis presentimientos no me engañaban. Ella hablaba en voz baja con su Sinsaya, dándole instrucciones precisas, como si estuviera por partir.

Detrás de ella apareció un joven alto, de porte distinguido y rostro severo. Era indiscutiblemente apuesto, pero su expresión estaba cargada de disgusto. Nada de lo que ocurría parecía complacerlo. Ambos entraron juntos en una habitación. Antes de que la puerta se cerrara por completo, logré deslizarme dentro sin ser notado.

La mujer se sentó frente a su espejo de cuerpo entero y comenzó a peinar su largo y lacio cabello plateado con movimientos delicados. El joven, de pie en el extremo opuesto de la habitación, no decía palabra. Solo la observaba en completo silencio. El ambiente era tenso, frágil, como si cualquier sonido pudiera quebrarlo.

Pasaron minutos sin que ninguno dijera nada.

Hasta que él, por fin, rompió el silencio.

—¿Estás segura de lo que estás haciendo?

Ella no respondió de inmediato. Solo lo miró a través del reflejo del espejo y luego bajó la vista, continuando con su ritual silencioso.

—¿Recuerdas los cuentos que papá nos contaba por las noches? —preguntó con voz melancólica.

El joven no respondió, pero se notaba que sí los recordaba. Ella continuó:

—Antes de partir a Wangzhan, cuando todo era más simple... papá solía dormirnos con un cuento muy peculiar. Siempre sentí que ese relato tenía algo que ver con nosotros, pero tú siempre lo negaste.

—Lo hice porque... solo era eso. Un cuento para dormir —respondió el joven, evitando su mirada.

Ella esbozó una sonrisa leve, casi nostálgica, y alzó la vista para verlo otra vez a través del espejo.

—Un tonto cuento... —repitió en un susurro—. Y, sin embargo, míranos ahora. Tú... el próximo Rey Celestial. Y yo... la futura Portadora, atrapada por un destino que ya no puedo eludir. Justo como en aquel cuento.

—Pero no tiene que ser así —protestó él, dando un paso al frente—. Aún puedes retractarte. No tienes que pagar por los errores de nuestra madre.

Ella se levantó con calma y caminó hacia él, sin apartar su mirada de la suya.

—¿Y si no lo hago yo... quién más lo hará? ¿Acaso no lo ves? En aquel cuento, la princesa siempre parte... mientras el príncipe se queda, obligado por su deber hacia su pueblo.

El joven negó con fuerza, frustrado.

—No seas tonta. ¡Te dije que solo era un cuento! ¡No tiene por qué volverse real!

Pero entonces, un viento fuerte se filtró en la habitación, agitando las cortinas con violencia. Ambos giraron al mismo tiempo hacia la fuente del viento... y entendieron que el momento había llegado.

El joven corrió hacia ella y la abrazó con fuerza, como si con ese solo gesto pudiera impedir lo inevitable. La sostuvo contra su pecho, sin dejarla ir.

—Cuida de Mingjie —susurró ella, con la voz quebrada—. No dejes que el Rollo Sagrado se fije en él. Él... no tiene la culpa de nada.

Y justo después de pronunciar esas palabras, su cuerpo comenzó a desvanecerse. Como nubes arrastradas por una tormenta, fue deshaciéndose en el aire.

El joven la apretó más fuerte, pero no pudo detenerlo. Para cuando abrió los ojos, ella ya no estaba. Solo quedaba el vacío... y el eco de su despedida.

Y con su partida, la escena también comenzó a desvanecerse.

Todo volvió a oscurecerse, como si la visión hubiese sido arrancada de lo más profundo de mi inconsciente.

—Entonces ya lo sabes... —la voz de la Sinsaya rompió el silencio, apareciendo frente a mí. Su silueta era firme, serena como siempre.

—¿Qué es esto? —pregunté, aún alterado—. No entiendo nada. ¿Por qué me muestras esto? ¿Por qué sigo viendo a esa mujer... no solo en sueños, sino también aquí?

—No necesitas entenderlo ahora —respondió ella, calmada—. Más adelante, si es necesario... sabrás todo.

Estaba a punto de exigir más respuestas, pero una nueva voz me interrumpió.

—¡Yin!

Me giré rápidamente. Dos niños corrían por un hermoso jardín cubierto de flores, risas inocentes escapando de sus labios. Uno de ellos era una niña de cabello blanco, la otra figura me era conocida también.

Los observé por un instante, maravillado por la paz que transmitía aquella escena. Me acerqué, cruzando el umbral como un espectador invisible, y me recosté junto a una fuente cercana. Por primera vez en mucho tiempo, sentí una extraña calma.

Hasta que una mujer apareció corriendo, con los ojos llenos de lágrimas. Cargó en sus brazos a la niña y suplicó entre gritos:

—¡No puedo separarme de mis hijos! ¡No tienes derecho a quitarme a mi Yin!

Un hombre con vestiduras elegantes apareció detrás de ella, con una mirada implacable.

—Por supuesto que puedo. Perdiste ese derecho al elegirlo a él —respondió con frialdad.

—¿Y qué harás? —gritó la mujer entre sollozos.

—Las entrenaré. Y cuando llegue el momento... las entregaré al Consejo.

Ella se desplomó de rodillas.

—¡No puedes llevarlas al Consejo! ¡Ellas no lo merecen!

—¿No lo merecen? Ni siquiera son mis hijas —escupió con desprecio—. Ese... será su castigo.

Desde la entrada salieron tres guardias. Uno cargaba una niña dormida en brazos. El otro fue directamente hacia la niña que aún jugaba en el jardín, y la alzó como si fuese una simple carga.

Y fue entonces cuando lo sentí.

Un dolor agudo en el pecho. El mismo que me atravesó antes.

Y lo más inquietante... la niña que era llevada por el guardia me miró directamente. A los ojos.

Me vio.

"Ayúdame..."

Esa fue su voz. No la escuché con los oídos, sino dentro de mi mente. Su voz dulce, suplicante, resonó como un eco dentro de mi pecho.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.