Mas alla de la luna: La leyenda de Mein Yin.

Epílego

No había tiempo.
No había espacio.
Solo existía el vacío... y ella.

Suspendida entre los hilos rotos del universo, dormía con el cuerpo flotando en una negrura espesa, como si el mundo la hubiera olvidado. Su respiración era imperceptible. Su piel, pálida como el hielo eterno. Los cabellos, largos como las raíces de un árbol prohibido, se extendían en silencio por la nada.

Hasta que algo cambió.

Una grieta invisible rasgó el velo de la oscuridad. Un pulso de energía, denso y frío como la muerte misma, atravesó la dimensión. El silencio se quebró.

—Es hora de despertar, Shuy —susurró una voz.

Una figura emergió entre las sombras. Alto, etéreo, con una túnica hecha de niebla negra y ojos que no tenían pupilas, solo un brillo púrpura como el fuego de un abismo. Era Aitong, el hijo del dios del Inframundo, nacido de un juramento antiguo y sellado con sangre divina.

Shuy parpadeó. Sus dedos se movieron. Su pecho tembló con la primera bocanada de aire en milenios.

—¿Dónde... estoy? —susurró, con la voz quebrada como un cristal viejo.

Aitong extendió su mano y la ayudó a incorporarse. Cuando sus dedos se rozaron, una energía oscura recorrió el cuerpo de Shuy como una tormenta eléctrica. Su piel se estremeció. Los recuerdos enterrados bajo siglos de oscuridad empezaron a brotar, crueles y ardientes.

Yin.
Su hermana.
La traidora.
La que la había encerrado en ese abismo.
La que la condenó a desaparecer sin dejar rastro, como si jamás hubiera existido.

—Tú perdiste todo, ¿verdad? —musitó Aitong, con una media sonrisa—. Tu lugar. Tu poder. Tu nombre. Tu historia...

Shuy cerró los ojos. En su mente, la imagen de Yin brillaba con luz dorada. Pura. Intocable. Amada por todos.

—Ella me lo arrebató todo —murmuró entre dientes—. Todo.

—Y ahora... puedes recuperarlo. Pero para eso necesito tu ayuda. Yo te desperté, Shuy. Te traje de vuelta de donde nadie jamás vuelve. Y tú... ahora me perteneces.

Ella lo miró. Por primera vez en milenios, sus ojos brillaban. No de gratitud. No de miedo.
Sino de fuego.

—¿Qué quieres de mí?

—Quiero que el mundo vuelva a temer a los olvidados. Que los dioses tiemblen. Que el linaje de Yin arda como ceniza.

Un segundo de silencio. Luego, la sonrisa de Shuy se dibujó, lenta, venenosa.

—Entonces... empecemos.

A su alrededor, la dimensión comenzó a romperse. Una flor negra brotó del vacío, y el eco de un juramento prohibido se esparció por los reinos.

Las sombras avanzaron con el murmullo de lo que alguna vez fue ocultado.

Después de tanto tiempo, un secreto... estaba por desatarse. Uno que nunca debió sobrevivir a la eternidad.




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