Sentí algo cálido y pesado sobre el pecho. No quería abrir los ojos todavía, pero la lengua áspera que lamió mi mejilla me obligó a hacerlo.
El gato.
Estaba ahí, mirándome con esos ojos dorados, tranquilo,Me estiré un poco, aún medio dormido, y dejé escapar un suspiro.
—Buenos días —le dije con la voz rasposa de quien no ha hablado en horas.
Me levanté y fui al baño. Luego bajé a desayunar, con un escolta siguiéndome de cerca, por supuesto.
Mi tía ya estaba en la cocina, preparando el desayuno como cada mañana. No me dijo nada, solo siguió concentrada en voltear los huevos mientras el olor a café llenaba la casa.
El gato entró detrás de mí, caminando con la calma de quien sabe que ya pertenece al lugar. Se sentó en una esquina, observando en silencio.
Me senté en la mesa y, por un momento, nadie dijo nada. Solo el sonido del sartén y el leve zumbido de la cafetera.
—Buenos días, Samy. ¿Vas a querer café? —preguntó mi tía, mirándome con su característica sonrisa.
Asentí en silencio. Su voz sonaba normal, como si nada hubiera pasado. Como si anoche no hubiéramos terminado gritándonos.
Ella sirvió el café sin decir más, lo acepté con una leve inclinación de cabeza.
—Lo de anoche... —empecé, con la voz baja—. Yo... perdón por lo que dije.
Mi tía no respondió enseguida. Movió los huevos en el sartén, dejó escapar un suspiro. Luego se giró un poco, lo justo para mirarme sin dejar de cocinar.
—Yo también me pasé —dijo finalmente—. Pero tienes que entender, Samy... Elías no es real. Solo era una historia.
—Lo sé —dije, bajando la cabeza—. Tenías razón. A veces me dejo llevar por las historias.
Ella dejó la espátula y se giró apenas, observándome de reojo.
—No es que no quiera creer en lo que dices, Samy. Solo... ya pasaron muchos años. Y ese tipo de cosas, cuando uno las alimenta, se hacen más grandes.
Asentí lentamente, aunque por dentro, la imagen de Elías parado entre los árboles seguía grabada en mi mente, tan clara como el día. Pero no insistí. No hoy.
Me quedé mirando mi taza mientras el café humeaba. El gato había cerrado los ojos, acurrucado como una estatua viviente en su rincón.
—¿Y qué vas a hacer hoy? —preguntó sin girarse.
—No sé... nada, supongo.
Ella solo asintió con un leve “hmm”. Me sirvió un poco más de café sin decir nada más, y se sentó frente a mí con su plato. Comimos en silencio, pero esta vez no era incómodo. Solo tranquilo.
Entonces, alguien llamó a la puerta.
Un solo golpe. Seco. No el timbre. Un golpe de nudillos.
Mi tía se levantó, se limpió las manos con el delantal y salió al pasillo. Yo me quedé en la cocina.
—¡Lucas! Qué sorpresa.
—Hola, señora morgan. ¿Está Sam?
Sonreí un poco al oír su voz. Me levanté justo cuando el entraba.
—Ey —dijo, mirándome—. Pensé que ibas a estar durmiendo todavía.
—Casi —respondí.
Mi tía sonrió y se apartó para dejarlo pasar.
—¿Quieres galletas? Hice de más.
—Si no es molestia... —dijo Lucas.
—para nada. Siéntense, ahora los traigo—respondió ella, volviendo a la cocina.
Lucas dejó la mochila en el suelo y se sentó a mi lado.
Mi tía volvió con una taza de café y unas galletas en una bandeja y la dejo en la mesita de la sala.
—No hay de qué —respondió mi tía, sonriendo mientras regresaba a la cocina