Meses después, decidieron escapar del mundo por unos días. Nada de lujos, solo una pequeña cabaña en las montañas. Lejos de todo. Cerca del uno al otro.
Ally
—¿Seguro de que sobreviviremos? —bromeó Ally mientras subían al auto.
—Bueno, si no nos matamos en el camino, creo que tenemos una buena oportunidad —respondió Jung con una sonrisa.
El viaje fue una mezcla de risa, conexión y complicidad: cocinar juntos, improvisar recetas; abrazarse junto al fuego mientras contaban anécdotas de la infancia; mirar las estrellas desde el techo de la cabaña, sin necesidad de palabras.
Pero fue esa noche, cuando la luna llena bañaba el cuarto con su luz plateada, que ambos decidieron desnudarse por completo. No solo de ropa, sino de miedos, dudas, reservas.
Ally caminó hacia él con una mezcla de ternura y fuego en la mirada. Jung la miraba como si fuera la primera vez. Como si fuera la única. Sus dedos rozaron la piel desnuda de su cintura, y ella tembló. No de frío, sino de anticipación.
—Quiero verte. Toda —susurró él, acercándose, dejando que su boca rozara su clavícula.
—Entonces mírame —respondió ella, con la voz temblorosa pero firme.
Las sábanas fueron testigo de un amor que no buscaba esconderse. Jung besó cada centímetro de su cuerpo con la devoción de quien explora un mapa que ha esperado años para leer. Ally se rindió a sus manos, a su boca, al ritmo lento y embriagador con el que la fue llevando al borde del abismo… y la sostuvo mientras caía.
Hicieron el amor sin reservas. No fue rápido ni torpe. Fue profundo. Intenso. Suave cuando debía, feroz cuando los cuerpos lo exigían. Los gemidos se mezclaban con respiraciones agitadas, con risas suaves, con palabras que no eran necesarias pero nacían igual.
Jung la sostuvo mientras se arqueaba debajo de él, mientras sus uñas dejaban trazos de deseo sobre su espalda. Ella lo apretó contra su pecho, contra su alma, como si pudieran fundirse más allá de lo físico.
Esa noche, no solo hicieron el amor. Se amaron. Como si sus cuerpos supieran secretos que sus bocas aún no se habían atrevido a decir.
Al despertar, Jung le acariciaba el cabello, y la beso en la frente.
—¿Lo ves? Sobrevivimos —murmuró él.
—No solo eso —respondió ella—. Vivimos.
Porque en esa cabaña, Ally comprendió que el amor no está en los gestos grandiosos, sino en la intimidad de compartir silencios, en desnudarse sin miedo, en reconocer al otro y saber que no quieres volver a estar solo.
Jung-Su
Jung no lo decía en voz alta, pero cada vez que veía a Ally, sentía algo más que ganas. Sentía calma. Sentía deseo. Sentía hogar.
Durante el viaje, mientras manejaba por carreteras curvas rodeadas de árboles, robaba miradas hacia ella. Cantaba bajito con la ventana entreabierta y el viento despeinando su cabello. Se veía feliz. Libre. Jung se mordió el labio. ¿Cómo era posible que esa mujer le hiciera querer quedarse en un solo lugar, con una sola persona, en una sola historia?
Cuando llegaron a la cabaña y encendieron la chimenea, él no dejaba de observarla. Cuando se reía porque se les había quemado la cena, cuando se acurrucó con una manta en el sofá, cuando le contó cómo de niña temía a las tormentas... En cada instante, se enamoraba un poco más.
Pero nada lo preparó para esa noche.
Ella se acercó, con el fuego iluminando su piel como si el universo mismo la estuviera dibujando para él. Jung la contempló como si fuera un arte prohibido. Tocarla se sentía como un privilegio. Amarla, como un destino.
Cuando sus labios encontraron los de ella, no fue un beso. Fue una confesión.
Sus manos no la desvistieron. La liberaron. De la ropa, del miedo, de las dudas. La acarició con una suavidad que nacía del respeto, y con una intensidad que venía del hambre. Un hambre antigua, íntima, salvaje.
La tumbó en la cama y la miró. Y por un momento, no hizo nada. Solo la observó.
—Nunca había querido tanto quedarme —murmuró.
—Entonces quédate —dijo ella, guiándolo.
Y lo hizo. Se quedó en cada beso que le dio desde el cuello hasta el vientre. En cada suspiro que arrancó con la lengua, en cada caricia que la hacía arquearse, rendida. Se quedó en el vaivén rítmico de sus cuerpos, en el roce de las pieles, en el gemido contenido, en la respiración entrecortada.
La penetración fue más que placer. Fue pertenencia. Ally lo recibía como si su cuerpo lo conociera desde antes. Como si ese momento ya estuviera escrito en alguna parte. Y él, dentro de ella, se sintió completo.
La abrazó mientras se movía dentro de ella con lentitud primero, luego con urgencia. Ella gemía su nombre y él respondía con besos, con promesas, con jadeos. Sentía que el corazón se le salía por la garganta. Que se rompía y se reconstruía en cada embestida, en cada clímax compartido.
Cuando ambos cayeron rendidos, transpirados, temblorosos, con los labios aún rozándose, Jung supo que no había vuelta atrás.
—
Despertó antes que ella. La vio dormida sobre su pecho, con la mano aún aferrada a su abdomen, como si inconscientemente no quisiera soltarlo. La besó en la frente.