Más allá de las fronteras

Capítulo 22: El amor en lo cotidiano

Volver a la ciudad fue como despertar de un sueño.

Los semáforos, el ruido, los correos sin leer, las responsabilidades. Pero algo había cambiado.

Jung ya no buscaba excusas para verla. Simplemente lo hacía. Se presentaba con su comida favorita en la hora del almuerzo. A veces le dejaba una nota escrita a mano en la puerta de su departamento.

—¿Sabías que se puede extrañar a alguien incluso cuando lo viste hace unas horas? —le preguntó una noche, mientras lavaban los platos juntos.

—Sí. Me pasa contigo —respondió ella, sin mirarlo, pero sonriendo.

Todo comenzó con una pequeña maleta. Jung fue a quedarse en su apartamento por unos días, como quien no quiere romper de golpe el hechizo del viaje. Pero esos días se extendieron. Primero fue el cepillo de dientes. Luego, un libro en la mesa de noche. Después, su chaqueta colgada junto a la de ella.

Y sin darse cuenta, comenzaron a convivir.

—No sé en qué momento esto dejó de ser una visita —dijo el un día, mientras preparaban el desayuno juntos.

—Quizás en el momento en que dejaste tus pantuflas al lado de mi cama —respondió ella, riendo.

A ella no le importaba el desorden de los horarios, ni los platos que a veces quedaban en el lavaplatos. Le bastaba con verlo caminar por su sala, con escucharlo tararear mientras se duchaba, con compartir ese pedacito de vida. Era como si, finalmente, su casa tuviera sentido.

Ambos empezaron a notar los pequeños reflejos del viaje en su vida diaria: la paciencia al discutir, la forma en que sus silencios se hicieron más cómodos, cómo se tocaban el hombro al pasar uno junto al otro como un ancla suave al presente.

Incluso sus peleas cambiaron. Ya no eran gritos ni puertas cerradas. Eran pausas, respiraciones profundas, y luego manos que buscaban entender antes que imponerse.

Un domingo, mientras compartían café en silencio, Jung la miró y dijo:

—¿Te diste cuenta de que ya no tengo miedo de quedarme?

Ally lo miró sin palabras, con los ojos brillando.

—Y yo —susurró ella— ya no tengo miedo de que te vayas.

Pero no todos compartían esa visión.

Su familia en Corea comenzó a hacer preguntas.

Primero con sutileza: “¿Te estas quedando a menudo en su casa?”. Luego con insistencia: “Eso no es correcto. ¿No crees que te estás apresurándote?”.

La idea de convivir sin un compromiso formal les parecía irresponsable. Poco tradicional. Casi una ofensa.

Jung intentaba explicar, pero las palabras no eran suficientes. Porque, en el fondo, sabía que lo que tenía con Ally no seguía reglas antiguas. Era real. Profundo. Íntimo.

Y eso, para él, era suficiente.

Una noche, mientras veían una película en el sofá, Jung apagó el televisor sin previo aviso.

—¿Pasa algo? —preguntó Ally, con el ceño ligeramente fruncido.

Él respiró hondo, nervioso por primera vez en semanas.

—Sé que estamos viviendo esto sin apuros, sin etiquetas… pero me importas demasiado como para no decirlo. Quiero que seas mi novia, Ally. Oficialmente.

No porque lo necesitemos, sino porque… quiero construir esto contigo, paso a paso, con el corazón y con el nombre que merece.

Ella lo miró en silencio, sintiendo cómo el pecho se le llenaba de algo cálido e inevitable.

—Pensé que ya lo éramos —dijo, sonriendo—. Pero me encanta escucharlo.

Se besaron sin prisa. Como si el tiempo, de pronto, se hubiera vuelto generoso.

Días después, al caer la tarde, Jung la llevó a un pequeño mirador con vista al río.

La ciudad zumbaba detrás de ellos, pero ahí, en ese rincón de calma, todo parecía detenerse.

—Ally… —dijo con un tono diferente, como si estuviera a punto de decir algo importante.

Ella lo miró expectante.

—No te preocupes, no te voy a pedir que te cases conmigo todavía —bromeó, pero su expresión se tornó más seria—. Pero quiero que sepas que, cuando lo haga, será porque estoy seguro de que quiero pasar mi vida contigo.

Ally sintió que su corazón se detenía por un segundo.

—¿Y cómo estarás seguro? —preguntó en voz baja.

Jung tomó su mano y la apretó con ternura.

—Porque cada día, cada risa, cada discusión y cada momento contigo me lleva a esa certeza.

Ella sonrió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.

—Entonces, sigamos caminando juntos hasta que ambos estemos listos.

Jung asintió y, sin decir más, la besó con suavidad bajo la luz dorada del atardecer.

—Y le dijo El amor no es una carrera, ni una competencia. Es un viaje que estoy dispuesto a recorrer, paso a paso, sin prisas, pero con la certeza de que quiero pasarlo contigo.



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En el texto hay: amor, magia, amor adolecente

Editado: 05.06.2025

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