El aeropuerto olía a café, metal y despedidas.
Era el mismo aire que sentían todos, pero para Ally, ese lugar se había convertido en el escenario de su propio cliché doloroso. El cielo afuera estaba nublado, como si incluso el clima supiera que no era un día cualquiera.
Jung sostenía la mano de Ally con una fuerza que mezclaba ternura y desesperación. Sus dedos entrelazados no eran solo un gesto, sino una promesa silenciosa de que ninguno de los dos quería soltar primero.
Ella miraba los paneles de información con el corazón encogido, deseando que el vuelo se retrasara. Solo unos minutos más. Solo un poco más de tiempo juntos.
—Solo serán tres meses —dijo Jung, con una sonrisa que no tocaba sus ojos. Su voz, sin embargo, tembló un poco.
Ally respiró hondo, intentando mantener la compostura.
—Pero no sabemos cómo será allá, Jung… No sabemos qué puede pasar.
Él asintió lentamente. No había forma de negarlo. Al otro lado del mundo lo esperaban:
Su padre, rígido como siempre.
La junta familiar.
Las reuniones interminables.
Y sobre todo, las expectativas de ser el heredero de una de las empresas más grandes de Corea.
No era un viaje. Era un deber.
—Tengo que hacerlo. Por mi madre, por lo que mi apellido significa… por mí. Pero no me estoy yendo de ti.
Ally bajó la mirada, sintiendo que si abría la boca de nuevo, iba a llorar.
Sus uñas clavadas en la palma de su mano eran la única forma de no quebrarse ahí mismo, frente a todos.
—¿Y si la distancia cambia todo? —preguntó con honestidad, sin filtros.
Porque esa era su verdad: el miedo de que lo que habían construido se deshiciera como arena entre los dedos.
Jung soltó una risa breve, pero no burlona. Más bien nostálgica.
—Entonces que cambie. Porque si sobrevive a esto, sabré que lo nuestro es para siempre.
Sus palabras quedaron flotando entre ellos. El murmullo de los anuncios en coreano y español en el aeropuerto parecía un eco lejano. Lo único real eran sus manos, sus ojos, sus respiraciones entrecortadas.
Jung levantó su mano libre y le acarició el rostro con el dorso de los dedos, despacio, como si quisiera memorizar la textura de su piel.
El calor de ese simple roce bastó para que Ally sintiera que el mundo entero se detenía.
—Ally... —susurró—. Eres mi persona. No importa cuántos océanos haya entre nosotros. ¿Me crees?
Ella asintió, sin poder confiar en su propia voz. Solo asintió, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
Jung bajó la cabeza, apoyando su frente contra la de ella.
—Te voy a extrañar cada día.
—Y yo a ti.
El altavoz anunció la última llamada para abordar. La realidad golpeó con fuerza. Ya no había más tiempo.
Jung soltó una última sonrisa triste y la besó. No fue un beso rápido ni desesperado. Fue un beso profundo, lento, con sabor a despedida y a promesa al mismo tiempo.
La gente caminaba a su alrededor, pero ellos eran dos islas en un mar de desconocidos.
Cuando se separaron, Ally lo miró con la garganta cerrada.
Lo último que vio fueron sus ojos.
Se los aprendió de memoria.
Jung soltó su mano, dio media vuelta con una resolución que parecía ajena a su propio corazón, y desapareció entre la multitud.
Ally se quedó allí, inmóvil, hasta que no pudo verlo más.
Y fue entonces cuando las lágrimas cayeron de verdad.
No era solo una despedida.
Era una pausa que dolía.
Pero dentro de ese dolor, había también una certeza:
Si su amor sobrevivía a esa distancia, a esas pruebas, entonces sabrían, sin lugar a dudas, que era real.
-
Al llegar a su apartamento fue donde a Ally la golpeo la realidad ese lugar se sentía más grande, más vacío porque Jung ya no estaba.
Los primeros días fueron los peores. Todo tenía su olor, su sombra. La taza que él usaba seguía sobre la encimera, con marcas de café seco. La camisa gris que se quitaba al llegar del trabajo aún colgaba de una silla. Incluso las sábanas parecían retener el peso de su cuerpo al otro lado de la cama.
La ciudad no se detenía, pero para Ally, cada esquina era un eco de lo que faltaba. Caminaba por las calles recordando los días que habían compartido. El parque donde solían sentarse en silencio, el café donde él la esperaba fingiendo coincidencia. Ahora, esas mismas calles parecían burlarse de su soledad.
Las videollamadas eran un respiro y una tortura al mismo tiempo. La pantalla nunca era suficiente. Jung sonreía, vestido de traje, rodeado de paredes blancas y libros que no conocía. Y aunque sus palabras siempre eran dulces, había algo diferente en su mirada, como si el peso de su apellido se hiciera más evidente a medida que pasaban los días.
Una noche, después de terminar un artículo para el periódico, Ally recibió un mensaje: