La tarde estaba tibia, como suspendida en una calma que contrastaba con el torbellino en el corazón de Ally. El cartero tocó la puerta con la rutina de siempre, pero el sobre que dejó en sus manos era distinto. Papel crema, borde dorado, una caligrafía que reconocería incluso a ciegas.
Ally lo sostuvo con ambas manos, como si fuera frágil, como si al abrirlo pudiera deshacerse en polvo. Rompió el borde con cuidado y, cuando desplegó la hoja, el tiempo se detuvo.
"Si te dijera que la vida me exige elegir entre lo que esperan de mí y lo que yo elijo amar, ¿me esperarías en ese cruce?
Voy a volver por ti. No con promesas, sino con una pregunta que lo cambiará todo."
La tinta estaba un poco corrida en una esquina, como si Jung hubiera apoyado la mano demasiado fuerte. Junto a la nota había una fotografía: los dos en la cabaña, esa noche de lluvia. Ella con el cabello revuelto, él abrazándola por detrás, ambos riendo, como si el mundo nunca pudiera alcanzarlos. En el reverso, una fecha escrita con firmeza.
El día de su regreso.
El corazón de Ally latió tan fuerte que tuvo que sentarse. Sintió que el aire era demasiado ligero, que el suelo no alcanzaba para sostenerla.
—Una pregunta… —susurró para sí misma, acariciando las letras con la yema de los dedos.
Desde ese instante, todo cambió.
Cada mañana se despertaba mirando el calendario. Lo marcó con un círculo rojo y, a medida que los días pasaban, le añadía pequeños corazones, flechas, frases que solo ella entendía: “Un día menos”, “Falta poco”, “Ya casi…”. El simple hecho de ver la fecha escrita hacía que las horas parecieran eternas, pero también la mantenía de pie.
Las noches eran las más difíciles. Encendía una vela, ponía música suave y releía la nota una y otra vez. La llevaba consigo al trabajo, en la cartera, doblada cuidadosamente entre las páginas de su agenda. Era su refugio. Su recordatorio de que no era un adiós, sino un todavía no.
—¿Qué me va a preguntar? —se preguntaba frente al espejo, practicando respuestas que nunca salían como quería.
A veces se reía sola, otras lloraba hasta quedarse dormida.
Mientras tanto, Jung se movía como un hombre con un secreto demasiado grande. Su familia lo vigilaba, lo presionaba, lo empujaba hacia un destino trazado. Pero cada noche, cuando cerraba los ojos, veía el rostro de Ally y recordaba la promesa escrita en esa carta. Había puesto una fecha porque necesitaba anclar su corazón en algo seguro. Sabía que el tiempo podía quebrar lo que las palabras intentaban sostener, pero también sabía que el amor que sentía era lo único que no le pesaba en medio de tantas cargas.
Él contaba los días al revés: diez reuniones más, cinco cenas familiares, tres semanas menos. Cada cosa que soportaba era un paso más hacia ella.
En la distancia, los dos vivían con la misma llama encendida, cada uno a su modo. Ally, con su agenda marcada de corazones y lágrimas en silencio. Jung, con un anillo oculto en la gaveta de su escritorio, esperando el momento en que el océano dejara de ser frontera.
El tiempo avanzaba lento, como si supiera lo que se jugaba en ese regreso. Y cada día que pasaba, la certeza crecía: la pregunta que Jung traería no sería cualquiera. No sería un ¿cómo estás? ni un ¿me extrañaste?.
Sería la pregunta que cambiaría para siempre la historia de ambos.
Y Ally, con la nota en la mano y la foto contra el pecho, supo que no importaba cuál fuera. Ella ya tenía su respuesta.