Más allá de las fronteras

Capítulo 25: Donde menos lo esperaba

Era un martes cualquiera. De esos días que parecen hechos solo para repetirse, grises y sin brillo. Ally caminaba deprisa por la ciudad, los auriculares puestos, intentando ignorar el tráfico, los correos pendientes y la lluvia ligera que apenas se dejaba sentir.

—Ally, necesito que cubras esto —dijo su jefe al otro lado de la línea, sin dejarle opción.

—¿Qué cosa? —preguntó, mientras se ajustaba la mochila.

—Una galería emergente en la vieja estación del metro. Me mandaron la invitación hace una hora. No hay nadie disponible más que tú. Haz un par de tomas y redacta algo sencillo.

Ella rodó los ojos, pero obedeció. No era la primera vez que le tocaba cubrir un evento improvisado, aunque en el fondo, sentía que justo ese día lo último que quería era ver arte contemporáneo en un lugar abandonado.

Cuando bajó las escaleras hacia la estación olvidada, el murmullo de la ciudad se apagó. Dentro la esperaba un espacio iluminado por luces cálidas, tenues, casi mágicas. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, instalaciones de sonido que dejaban escapar ecos suaves, y sombras proyectadas que jugaban con las figuras de los asistentes.

Ally comenzó a tomar fotos por compromiso, enfocando los detalles sin demasiado interés, hasta que lo vio.

Entre una proyección de luces y sombras, parado frente a una pared, estaba él.

—¿Jung? —susurró, incrédula, con la cámara a medio caer de sus manos.

Él no dijo nada. Solo levantó la mano y señaló la pared a su lado.

Ally se acercó despacio, el corazón golpeándole el pecho. En la pared colgaban decenas de polaroids. Reconoció cada una de inmediato: la vez que se mojaron en la lluvia, la primera taza de café compartida en la madrugada, la despedida en el aeropuerto, la cabaña bajo la tormenta. Cada recuerdo que había guardado en su memoria, estaba ahora impreso y colgado frente a ella, como una galería íntima hecha solo para ellos dos.

El recorrido terminaba en una esquina del vagón, donde una única silla esperaba. Sobre ella, una pequeña cajita negra.

Jung se giró hacia ella, y por primera vez habló:

—Todo lo que viví lejos de ti, me trajo de vuelta aquí. Esta galería... —hizo una pausa, con voz temblorosa— es tu historia y la mía. Es mi manera de decirte que entendí quién soy cuando no estaba contigo. Pero ahora… ahora quiero saber quién soy a tu lado.

El silencio se volvió más denso, interrumpido solo por el sonido de los proyectores. Jung respiró hondo, y luego, con una calma que parecía ensayada pero con ojos brillantes que lo delataban, se arrodilló frente a ella.

La cajita se abrió, revelando un anillo que brillaba bajo las luces amarillentas del vagón.

—¿Te casarías conmigo, Ally?

El mundo se volvió borroso. Ally no pudo responder con palabras. Las lágrimas caían tan rápido que apenas lograba ver el rostro de Jung, pero su risa nerviosa, quebrada, la delató. Se lanzó sobre él, rodeándole el cuello con los brazos, dejándose llevar por un impulso que no necesitaba palabras.

Su abrazo, sus sollozos y la forma en que lo besó, desesperada y feliz, fueron la respuesta.

Los aplausos estallaron alrededor. Los pocos espectadores que habían en la galería sonrieron, algunos lloraron, y uno en particular, un turista con su celular siempre preparado, capturó el instante exacto en que Jung se arrodillaba.

No fue planeado. Nadie lo imaginó. Pero el video, cargado de emoción real, voló por internet en cuestión de horas.

“El amor real sí existe. Y lo encontré en el metro.”

Ese fue el título que alguien escribió al subirlo a redes sociales.

Los comentarios se multiplicaron como fuego:

—“Necesito un Jung en mi vida 😭”

—“Ese nivel de detalle… wow.”

—“¿Quiénes son ellos? ¡Queremos saber más!”

Millones lo vieron. La historia se viralizó en cuestión de días. Y aunque Ally y Jung no habían planeado compartir ese momento con el mundo, algo cambió dentro de ellos. Ya no era solo un compromiso íntimo. Era una declaración pública, involuntaria y hermosa, de un amor que había sobrevivido a la distancia, al miedo y a la incertidumbre.

Esa noche, en la pequeña sala del departamento de Ally, ambos miraban el video en su celular, repitiendo la escena una y otra vez, entre risas y sonrojos.

—¿Sabes? —murmuró Jung, acariciando la mano de ella—. El mundo puede vernos, juzgarnos, comentar… pero mientras tú sigas mirándome así, lo demás no importa.

Ally apoyó su cabeza en su hombro, sonriendo con ternura.

Pero la calma no duró demasiado.

Tres días después, Jung recibió una videollamada de sus padres desde Seúl. El rostro de su padre aparecía rígido, serio, con el ceño fruncido. Su madre estaba a su lado, con los ojos enrojecidos.

—Así es como nos enteramos de tu compromiso —dijo su padre, con voz dura—. Por un video en internet, como si fuéramos extraños.

Jung tragó saliva, tratando de mantener la calma.

Su madre intervino, con un hilo de voz:

—¿Quién es ella? ¿Por qué no la presentaste antes? No entendemos nada, Jung.

Ally escuchaba desde la cocina. No entendía las palabras, pero el tono era universal: reproche, dolor, desconcierto.

Cuando la llamada terminó, Jung cerró los ojos y dejó caer el celular sobre la mesa. Sus manos temblaban.

Ally caminó hacia él despacio, sin decir nada. Lo abrazó por detrás, apoyando su rostro en su espalda. No había palabras que alcanzaran, pero en su silencio estaba la promesa de que no lo dejaría enfrentar todo eso solo.



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En el texto hay: amor, magia, amor adolecente

Editado: 23.10.2025

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