Más allá de las sombras.

Capítulo 1: El Castillo de la Vanidad

Elkin del Castillo no era un hombre común. Su rostro duro, perfilado por años de disciplina y decadencia, lo hacía parecer una mezcla entre mercenario de película y galán de barrio. Medía lo justo para imponerse sin exagerar, con la mirada verde de quien ha visto demasiado y el caminar de quien cree que el mundo le debe algo. Ex mercenario, policía desde hace ocho años, su vida en Ibagué era un desfile continuo de excesos, mujeres, tragos caros y decisiones cuestionables.

Sus tatuajes hablaban de guerras que nunca contó. Cada uno tenía una historia, pero la mayoría eran solo adornos de su ego inflado. Excepto uno. Una serpiente que nacía en la base de su columna vertebral, se deslizaba por su espalda como un susurro en la piel y trepaba hasta detenerse en la base de su cráneo. Nadie sabía por qué se la había hecho, y él tampoco lo explicaba. Solo decía: “me la gané”, como si fuera una medalla secreta, un trofeo de otra vida.

Elkin no creía en el amor, creía en sí mismo. Y apenas. Su único credo era el placer inmediato. Su agenda sentimental era un caos organizado: una mujer en cada cuadrante de la ciudad, como si el mapa de Ibagué fuera su tablero de juego. Una noche con la enfermera del sur, otra con la abogada del norte, y si no cuadraba, siempre estaba la esteticista del centro. Ninguna sabía de la otra. O sí. Pero eso no importaba. Lo seguían buscando igual. Porque él sabía decir lo que ellas querían oír... aunque no sintiera una mierda.

Sara era otra historia. Una rubia de calendario, alta, figura de escándalo, mirada dulce y uñas afiladas. Empresaria. Inteligente. Sensual. De esas que podrían tener a cualquiera, pero eligió a él. Mala elección. Lo amaba en silencio, o quizás en ruido, pero él solo la usaba como trofeo de fin de semana. Con ella se mostraba en los bares caros, en los restaurantes de moda. Para los demás, eran una pareja explosiva. Para él, era solo una más que lo hacía sentir importante.

—Eres un egoísta, Elkin —le dijo una vez, en medio de una discusión estúpida—. Y aún así no puedo dejarte.

Él soltó una carcajada, de esas que saben a whisky y soberbia.

—Claro que no puedes, mami... ¿Y quién va a darte lo que yo te doy?

Esa noche ella lloró. Él se fue con otra.

El fin de semana prometía desorden. Elkin planeaba una escapada con Sara. Le vendió la idea como un descanso merecido, una forma de reconectar. Pero la verdad era otra: una fiesta privada cerca de Girardot, con tragos, luces, música a reventar y mujeres de mirada fácil. No era un secreto. Sara lo sabía, aunque nunca lo admitía. Por alguna razón, seguía eligiendo ese huracán de hombre que no conocía límites.

El sábado en la mañana, Castillo se miró al espejo. Sin camisa, con las luces de la habitación filtrándose por la persiana. La serpiente en su espalda parecía moverse con cada respiración. Sonrió.

—Vamos, mi reina —le dijo a Sara mientras se colocaba la chaqueta de cuero—. El mundo nos espera.

Ella, como siempre, lo siguió.

A las tres de la tarde ya estaban en carretera. Motos rugiendo al lado, el sol cayendo a plomo sobre el capó. Música alta. Lentes oscuros. Besos tibios en cada semáforo. Una postal perfecta para Instagram, si no fuera porque detrás de esa imagen había un vacío del tamaño de una ciudad entera.

Elkin conducía como vivía: rápido, sin mirar atrás, convencido de que el destino se podía burlar.

Y entonces, en medio de una curva, con una carcajada ahogada en alcohol y deseo, todo se nubló. Pidió algo indebido. Sara dudó. Él insistió. Ella cedió. Elkin aceleró.

120 kilómetros por hora. Un segundo de distracción. Un derrape. Un chillido de llantas. Un grito ahogado. Un golpe seco. Y luego, nada.

Oscuridad.

Silencio.

Todo se volvió negro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.