Un zumbido lejano y constante le taladraba el oído. Elkin abrió los ojos con dificultad, la lengua pegada al paladar como cuero seco, y la piel quemándole bajo un sol salvaje. Estaba tendido en medio del desierto, con la camisa abierta y el cuerpo cubierto de polvo. La arena caliente se le metía por los poros, y su boca sabía a hierro.
—¿Dónde carajos estoy? —murmuró.
A lo lejos, como un espejismo burlón, un pequeño oasis palpitaba entre las ondas de calor. Palmera flaca, sombra mínima, y un grupo de elefantes dándose un baño lento, casi ritual. Parpadeó varias veces. Nada cambió. No era un sueño. O si lo era, era de los más reales que había tenido en su vida.
Se incorporó tambaleando, pero la cabeza le dio vueltas y volvió a caer de rodillas. Fue entonces cuando el más grande de los elefantes lo miró de frente. Sus ojos no eran bestiales, sino humanos. Viejos. Dolorosamente sabios.
—¿Vas a quedarte ahí, muriéndote? —dijo la bestia.
Elkin abrió los ojos como platos. Miró a su alrededor. Se tocó la cabeza. Rió con nerviosismo.
—Estoy jodido. Estoy loco. Eso es.
—No es locura. Es la vida hablándote con la forma que necesitas entender.
Elkin tragó saliva. El sol le quemaba el cuero cabelludo. Pensó en la posibilidad de estar muerto.
—¿Morí? —preguntó.
El elefante se acercó, su andar era tan pesado como solemne.
—No lo sé. Pero si sigues aquí, es porque aún tienes una decisión que tomar. Puedes dejarte morir… o vivir de verdad.
Elkin lo miró en silencio. El ego callado. El alma temblando.
—¿Y si no hay nada esperándome? —preguntó.
—Entonces morirás sabiendo que te rendiste sin buscar respuestas. Dime, humano, ¿cuántas cargas llevas sobre tu alma?
La pregunta lo atravesó como una lanza. Sus recuerdos comenzaron a agitarse: un padre ausente, una madre rota, silencios pesados en las noches de infancia, fiestas vacías, mujeres sin nombre, una cama fría rodeada de cuerpos tibios… y siempre ese vacío que no lograba llenar.
—Demasiadas —susurró Elkin—. Pero nunca pensé que eso importara.
—Importa —respondió el elefante—. Tus pasos están hechos del peso que llevas dentro.
El silencio se instaló entre los dos. El viento acariciaba la arena como si tejiera un secreto antiguo.
—¿Entonces qué hago? ¿Cómo salgo de aquí? —preguntó Elkin.
—A lo lejos —dijo el elefante, señalando con la trompa hacia el horizonte—, hay un templo. El templo de la Tierra. Allí habita un maestro. Quizás él tenga respuestas. Pero llegar hasta allá no será fácil. Tu espíritu será puesto a prueba.
—¿Y cómo se supone que llegue? ¿Me llevas tú?
—No —respondió el elefante, con una especie de sonrisa ancestral—. A dos días de camino hay un caserío. Desde allí podrás buscar el templo. Pero debes ir descalzo. No podrás pedir ni dinero ni comida a nadie. Si alguien te ofrece, puedes tomarlo. Pero no debes suplicar.
—Estás jodidamente loco. Eres una alucinación, eso es lo que eres.
Pero en ese momento, una ráfaga de viento le azotó la cara y sintió una piedra puntiaguda cortarle la planta del pie. Sangre caliente brotó de inmediato. El dolor fue agudo, brillante, vivo.
—¡Carajo! —gritó.
Y entonces lo supo. No estaba muerto.
—Estoy vivo…
—Entonces muévete —dijo el elefante, dándose media vuelta—. El camino no espera a quienes dudan eternamente.
Elkin lo miró alejarse. Se quitó los zapatos, y por un segundo dudó. Luego, con orgullo y furia, dio el primer paso. El sol no perdonaba. La arena quemaba. Las piedras desgarraban. Sus pies se llenaron de ampollas, y más de una vez pensó en devolverse, en rendirse. Pero algo —quizás su ego, quizás la sombra de una esperanza— lo empujaba.
Y al cabo de dos días, al borde del colapso, cubierto de polvo, sangre seca y sudor, Elkin llegó al caserío.
Pero algo dentro de él ya no era el mismo.