Elkin cayó de rodillas frente al caserío. No era más que un puñado de chozas de barro y palma, medio enterradas en la arena, como si el desierto se las estuviera tragando lentamente. El elefante, sereno y sabio, apareció a su lado.
—Lo lograste —dijo con voz profunda—. A pequeños pasos se cruzan grandes desiertos. Lo importante no es la velocidad, sino la decisión.
Elkin lo miró, jadeando, empapado en sudor.
—¿Dónde estoy?
—En una comunidad olvidada por todos… menos por el espíritu de la Tierra —respondió el elefante—. Esta gente necesita un protector. No un policía. Un protector.
Elkin frunció el ceño.
—¿Y tú cómo sabes que yo…?
—Porque soy como el viento que no ves, pero que cambia el rumbo de las dunas. Soy todo lo que te empuja, y nada a la vez. Una presencia que no necesita nombre, pero que lo sabe todo de ti. Tú… fuiste muchas cosas. Policía. Mercenario. Guerrero por encargo. Pero esta vez, no debes proteger por deber. Ni por paga. Ni por rango. Esta vez… hazlo por alma.
Elkin se quedó en silencio. El ego dolido. El alma, escuchando.
—¿Y si me niego?
—Entonces no volveré. Y te quedarás aquí, en el olvido. Pero si aceptas, pronto volveré. Y te guiaré hacia el templo de la Tierra.
—Está bien… —dijo con una sonrisa altiva—. Señor elefante, acepto esta misión. Soy exmercenario. ¿Dónde están las armas?
Un anciano se le acercó. En su mano, una lanza de madera rústica con una punta de piedra tallada. Se la entregó con solemnidad.
—Esto es lo que usamos aquí.
Elkin la tomó, decepcionado, pero no dijo nada.
El elefante sonrió, y como una bruma que se disuelve en la luz, se desvaneció en el aire caliente del desierto.
—Nos vemos pronto, castillo—fue lo último que dijo.
El anciano lo condujo al corazón del caserío. Allí conoció a la curandera Yemara, una mujer de ojos cenizos que curaba con rezos y raíces. A Amaru, el niño sin voz que leía las estrellas. A Tarek, el sastre de manos temblorosas, que había perdido a su hijo buscando agua. A Zahra, la hija del viento, que bailaba para ahuyentar las tormentas.
Elkin caminaba entre ellos como un extraño. Disimulaba su fastidio, su incomodidad. Preguntó por el templo de la Tierra.
—Dicen —respondió el anciano—, que está más allá de la montaña dormida. Donde las arenas susurran cantos antiguos y el cielo se abre en dos para revelar el corazón del mundo. Pero nadie lo ha visto. Solo los elegidos.
Elkin suspiró.
—Esto parece un maldito cuento de hadas.
Se miró las manos. Todo era demasiado real. ¿Había reencarnado? ¿Estaba loco? En fin. Su única guía era el elefante. Su “amigo imaginario” o eso creia el .
Esa misma noche, un estruendo quebró la calma. Jinetes encapuchados irrumpieron en el caserío, robando, golpeando, gritando. Uno de ellos tumbó al anciano al suelo. Elkin corrió con la lanza en mano. Enfrentó al más cercano, un bruto con una máscara de hueso.
La pelea fue feroz. Polvo, sangre, rugidos. Pero Elkin lo venció. El jinete cayó, y en su caída, un anillo de oro rodó hasta los pies del exmercenario.
Lo recogió. Lo miró. Un símbolo, tal vez.
Pasó un mes.
Elkin, poco a poco, se volvió uno más. Ayudó a reparar chozas, a cuidar animales, a proteger a los suyos. Era uno de los más jóvenes, el más fuerte, el más testarudo. A veces aún era arrogante, sí, pero se ganó el cariño de la comunidad.
Un mes después, le hicieron una fiesta. Una celebración sencilla, pero cargada de amor. Cada aldeano le ofreció algo.
Yemara le entregó un collar hecho con dientes de zorro del desierto. Amaru, un dibujo de estrellas con el símbolo del elefante en el centro. Zahra le preparó un pan con miel. Tarek, el sastre, le dio su mayor tesoro: un traje casi nuevo, que había guardado para su hijo muerto. Elkin no dijo nada, pero sintió un nudo en la garganta.
El carpintero le regaló un arco. Y un juego de flechas fantásticas: una de obsidiana que silbaba al volar, otra con punta doble, otra con una pluma azul que hacía giros impredecibles. Eran armas, sí… pero también eran símbolos.
Una capa ligera. Un sombrero para el sol.
—Gracias —murmuró, sintiéndose, por primera vez, en casa.
Cuando la música tribal sonaba y las palmas golpeaban el cielo, un rugido cortó la noche.
El suelo tembló.
Una estampida.
Y allí, entre la nube de arena levantada por las bestias, apareció nuevamente el elefante.