El elefante entró al caserío como un dios sin trono, pero con mirada sabia. No dijo palabra al inicio. Observó. Los ojos que todo lo ven. Los corazones latiendo en armonía. La comunidad, aunque pobre, había florecido en medio de la nada. Había pozos entre la arena. Una casa grande para los ancianos. Niños con sonrisas, hombres entrenando con firmeza. Y en el centro de todo, Elkin.
El exmercenario, ahora maestro. El extraño, ahora hermano.
El elefante, con solemnidad, golpeó la tierra con su pata derecha. Una nube de polvo se alzó. Luego otra. Y al tercer golpe, la tierra crujió como si abriera la boca. Una caja emergió del vientre del desierto. De madera seca. Rústica. Antigua.
—Sácala —dijo el elefante.
Elkin obedeció, curioso.
—Antes de abrirla, escucha —añadió el elefante con voz grave—. Proteger no es cargar armas. Es cargar almas. A veces la carga será más pesada que el acero, y no recibirás medallas ni salarios. Pero si decides ser guardián de vidas, también debes ser guardián de ti mismo. De tu sombra. De tus heridas. Porque quien no se protege por dentro, tarde o temprano, traiciona sin querer.
Elkin bajó la mirada.
—Has hecho bien —continuó el elefante—. Pero dime… ¿has aprendido? No todo es dar golpes certeros. A veces, la evolución del alma no llega luchando, sino eligiendo distinto. Caíste muchas veces, pero elegiste levantarte sin odio. Eso es crecer. Eso es despertar.
—¿Y la caja? —preguntó Elkin, rompiendo el momento.
—Ábrela.
Elkin lo hizo.
Dentro… dos trapos. Harapos viejos. Tela áspera y sucia.
—¿Qué es esto? ¿Una broma?
—Tu próxima prueba —dijo el elefante sin rastro de burla—. Te lo advertí. El camino al Templo de la Tierra no sería fácil. Para continuar, debes despojarte de todo: el arco, la ropa, incluso esa lanza vieja que tanto amas. Vístete con esto. Deja lo que crees que te hace fuerte. Porque ahora, debes seguir solo con lo que eres. No con lo que cargas.
Elkin se quedó congelado.
—¿Estás loco? ¡Ahora que estamos bien! ¡Ahora que al fin soy útil! ¿Para qué? ¿Para buscar un templo que ni siquiera existe?
El elefante solo lo miró. Tranquilo. Sereno. Pero sus ojos ya no eran tan dulces.
Y entonces… volvió la estampida.
Las bestias pasaron como un río salvaje. Polvo, bramidos, temblores. Y el elefante, sin más palabras, se dio la vuelta y se marchó con ellas.
Pero antes, dejó su voz en el aire como un eco que se clava en la médula:
—Las verdaderas pruebas comienzan cuando creemos que ya hemos ganado. Lo que se te da, puede ser quitado. Lo que se te enseña, solo sirve si lo vives. A veces, para avanzar… hay que soltar hasta lo amado.
Silencio.
Elkin miró la caja. Miró el arco. La ropa. Todo lo que lo hacía “alguien”.
Maldita sea.
Respiró hondo. Reunió a los suyos. Entregó cada objeto como si partiera en un funeral. Y se vistió con los trapos. Ni una palabra. Solo la mirada perdida y el corazón apretado.
Entrenó más. Más duro. Se enfocó en los más jóvenes. Ellos portarían las armas. Él solo el alma.
Una semana.
Y Elkin estaba cansado.
No del cuerpo. Del alma. Se sentía desnudo. Vacío. Como si su ser estuviera sin piel, sin escudo.
El anciano lo encontró sentado en una roca, mirando el horizonte sin verlo.
—La desnudez del cuerpo es fácil —dijo el anciano—. Pero la del alma… esa es la que más cuesta. Solo cuando estás desnudo, puedes saber quién eres. Solo así puedes sanar. Porque no hay más máscaras, ni armas, ni nombres. Solo tú, y tus cicatrices.
Elkin asintió en silencio.
En ese momento, uno de los jóvenes corrió hacia él.
—¡Elkin! ¡Encontramos a alguien en el desierto! Está inconsciente.
Elkin corrió.
Cuando llegó, y vio el cuerpo… el alma le dio un vuelco.
—¿Papá…?
El hombre yacía en la arena, seco como un árbol viejo. Pero era él. El rostro que tanto había temido. Que tanto había odiado.
Elkin se arrodilló. Lágrimas en la cara, sudor en la frente. Se quedó ido.
Y en su mente… una ráfaga de recuerdos:
Su padre gritando. Golpeando. Ignorando. Aplastando su espíritu desde niño.
Elkin tembló.
Y entonces, sin aviso… la voz del elefante habló dentro de su cabeza:
—Estás cerca, Elkin. Muy cerca. Las puertas del Templo de la Tierra no se abren con llaves… se abren con verdad. Escucha tu alma. Ella quiere hablarte. El templo… está dentro.
Y Elkin, sin saber cómo, supo que era cierto.
El verdadero templo… estaba a punto de abrirse.