Elkin no sabía cómo se había puesto de pie.
Sus piernas no se lo preguntaron.
Solo lo hicieron.
Miraba el cuerpo flaco de su padre, cubierto de polvo, como si el desierto lo hubiera escupido en un último acto de crueldad o justicia.
Aquel hombre que alguna vez le enseñó que los hombres no lloran, ahora yacía desmayado… como un niño.
—¿Está vivo? —preguntó uno de los jóvenes.
—Sí —dijo Elkin, apenas audiblemente—. Está vivo.
Lo llevaron a la choza de los enfermos. Elkin no se despegó. Lo vigilaba. Como si esperara que, al abrir los ojos, su padre sacara de su garganta un insulto o una bofetada invisible.
Y no se equivocó.
Al tercer día, el viejo despertó. Abrió los ojos con el ceño fruncido, como si aún odiara estar vivo.
—¿Dónde…? —murmuró.
—Estás a salvo —respondió Elkin.
El hombre giró el rostro. Lo miró.
Y entonces, lo soltó.
—Tú —escupió la palabra—. Qué vergüenza… tan fuerte que pudiste ser. Y te convertiste en esto. En un mendigo. En un líder de miserables.
Elkin tragó saliva. El aire se volvió fuego en su garganta.
—Lo que ves no son miserables —dijo, sin temblar—. Son hombres libres. Y yo también.
—¿Libres? —rió el viejo, y la risa era como cuchillos—. No eres más que un cobarde. Te fuiste, huiste. Siempre escapando. Ni siquiera cargaste con tu nombre. Lo ensuciaste. Elkin castillo… bah. Hubiera sido mejor que murieras en esa guerra de la que tanto hablas.
Elkin cerró los ojos.
Podía sentir, como en su niñez, ese dolor sin forma que se mete en la piel como espinas de silencio.
Podía escuchar los gritos de un pasado que aún lo visitaba por las noches.
Pero no respondió.
Solo se levantó y salió.
Caminó al pozo. Se miró en el agua.
Y no se vio a sí mismo.
Vio a un niño con los puños apretados y los ojos rojos.
Vio a un joven entrenando hasta desangrarse solo para no sentir.
Vio a un hombre cruzando mares buscando paz en un lugar donde solo había guerra.
Y entonces… vio la verdad.
Ese hombre no tenía poder sobre él.
Ni su odio.
Ni su juicio.
Ni su sangre.
Elkin respiró.
El templo no era un lugar. Era esto.
Era esta herida abierta que no sangraba, pero ardía.
Era este momento donde uno debía decidir si repetir el ciclo… o romperlo.
Volvió a la choza.
Su padre dormía otra vez, débil como un susurro.
Elkin lo cubrió con una manta, sin decir palabra.
Y al salir, el anciano estaba allí. Como siempre, sabiendo sin preguntar.
—¿Le dijiste algo? —preguntó.
—No. Ya no necesito hacerlo.
—Entonces… lo hiciste bien.
—¿Qué?
—Escogiste el silencio cuando el ego te pedía guerra. Ese es el lenguaje del alma.
Elkin miró el horizonte. El viento le acarició el rostro.
Y por primera vez en años… no sintió rencor.
Solo compasión.
No por su padre.
Por el niño dentro de él que nunca dejó de buscar amor.
Y en su mente… la voz del elefante volvió a aparecer, suave como arena en la brisa:
—Muy pocos hombres logran no volverse piedra después de ser golpeados por su linaje. Tú sigues siendo tierra. Fértil. Suave. Viva. Has pasado.
Pero Elkin no sonrió.
Sabía que el camino aún no terminaba.
Sabía que el templo no abre sus puertas para quien solo perdona.
Sino para quien sigue amando… sin necesidad de ser amado de vuelta.