Elkin despertó aún entumecido por las aguas del lago. Su piel era carne viva, pero su alma… su alma ardía. La prueba.
lo había dejado vacío, pero también limpio. Y como si el universo mismo quisiera seguir tallando su espíritu, se encontró de nuevo reflexionando:
—¿Qué es el alma, Delfín? ¿Por qué tantas pruebas? ¿Por qué este castigo?
El delfín nadaba tranquilo en el río como si cada ola que levantara trajera respuestas antiguas, y entonces dijo:
—Había una vez una estrella que deseaba ser río. Y para fluir, tuvo que romperse en gotas, caer del cielo y atravesar barro, piedra y silencio. ¿Fue castigo? No. Fue camino. Tú eres esa estrella, Elkin. Y cada prueba es un tramo que te acerca a recordar tu verdadera forma.
Elkin no supo qué responder. Por primera vez dudaba de su antiguo mundo. Ese mundo de fiestas, de carne y placeres que lo mantenían ocupado para no verse en el espejo del alma.
—¿Te gustaba tu vida antes del desierto? —preguntó el delfín con la suavidad de una cuchilla de seda.
Elkin bajó la mirada. Porque ahora sabía que la lujuria no era un pecado, sino una máscara. Una cárcel dorada. Sin ella, ¿quién era? Tal vez nadie… tal vez por fin él mismo.
—¿Y ahora qué sigue?
—Río arriba —dijo el delfín señalando con su hocico—, hallarás una tribu. Allí enfrentarás la verdad.
Elkin frunció el ceño. El miedo se le coló entre los poros. Lo conocía bien.
—El miedo —le dijo el delfín—, no es el monstruo que te muerde, es la voz que te dice que no tienes colmillos. Camina. Si te pierdes, busca en los rincones de tu alma… ahí está el mapa.
Y con un salto leve, el delfín se fundió en el agua.
Elkin avanzó. Horas de selva húmeda, zancadas de barro y ramas que le recordaban que aún tenía cuerpo, pero más importante: que ahora tenía un rumbo.
Más adelante, a la orilla del río, vio las chozas. Palos cruzados, techos de palma, hamacas colgando, vasijas llenas de flores, pinturas en las piedras, y un olor a aceite de coco que flotaba en el aire. Sin embargo, ni un solo hombre. Solo utensilios femeninos. Parecía un jardín secreto hecho por y para mujeres.
Y de repente —¡zas!— fue atrapado.
Una mujer lo emboscó y lo tomó como presa. Él quiso defenderse, pero al verla… bajó los brazos. Su piel era cobre ardiente, su cuerpo una escultura tallada por las aguas mismas. Lo llevó sin hablar hasta una choza más grande.
—Lo encontré husmeando los alrededores, mi Cacica —dijo la guardiana.
La figura de espaldas se giró… y su mundo se quebró.
Sara. Rubia, imponente, desnuda de pudores. Pero no lo reconocía.
—¡Dios! —pensó Elkin—, esta es la prueba…
Sara, la mujer a quien traicionó mil veces con su sombra. Sara, la fiel. Sara, la olvidada por su lujuria.
Ella lo sedujo con la mirada, con los movimientos, con la voz. Y él… él ardía como hoguera a punto de estallar. Pero no cayó.
Al ver su resistencia, fue encerrado en una jaula. Y allí, entre barrotes y recuerdos, volvió a verla.
Recordó cuando ella le celebró su cumpleaños con amor, mientras él la cambiaba por otra. Recordó su mirada triste, su voz dulce, y por primera vez… deseó tenerla no por su cuerpo, sino por su alma fiel.
Y en ese momento, la voz del delfín volvió a sonar en su cabeza:
—Ella es la Sara que llevas dentro. No te reconoce, porque tu lujuria le borró la memoria. Solo tú tienes las llaves para hacerla recordar.
Lloró.
Al día siguiente, Elkin decidió no mirar cuerpos. Cerró los ojos del deseo y abrió los del alma. Quería ver esencias. Y empezó a convivir. Juegos, risas, amistad. Aprendió a mirar con el alma.
Tres lunas pasaron. Y un día, le llevó flores a la Cacica. Pasearon juntos. Cazaron juntos. Ella se reía de nuevo. Y una tarde, bajo el crepúsculo, sus labios se encontraron. Esta vez, sin deseo. Solo amor.
—¿Eres tú? —dijo ella, reconociéndolo al fin.
—Sí —respondió Elkin—. Por fin soy yo.
Y justo cuando el amor se hizo carne sin pecado, ¡plaf!, un chorro de agua lo despertó. El delfín había vuelto.
—¿Estás listo para lo que sigue? —preguntó.
Pero Elkin no respondió. Solo sonrió. Porque por primera vez… amaba.