Del río emergió el delfín una vez más, como un espíritu antiguo que danzaba entre mundos. Elkin lo miró con ojos de niño y guerrero, sabiendo —o creyendo— que había superado la prueba anterior.
—Has desbloqueado por fin tu corazón —dijo el delfín con una voz que parecía viento y tambor—. Has entendido que el amor verdadero no ata, no exige, no desea poseer… solo es.
Elkin bajó la mirada. El deseo que sentía por Sara se había convertido en gratitud, en ternura sagrada. Ya no necesitaba tenerla para sentir que la amaba. Sara, entre lágrimas suaves, le sonrió y se despidió con una última mirada: no de despedida, sino de trascendencia.
—Ahora —prosiguió el delfín— caminarás río arriba. Cuando veas la cascada, sabrás que has llegado. Allí te espera tu próxima prueba.
Antes de zambullirse de nuevo, lanzó una reflexión profunda:
—El que domina a otros es fuerte. El que se domina a sí mismo… es invencible. El camino hacia adentro es más salvaje que cualquier selva, más profundo que el mismo océano. Pero quien se atreve a cruzarlo, no regresa siendo el mismo.
Elkin, ahora en silencio, emprendió el camino bordeando el río. Media hora después, tal como lo predijo el delfín, se alzó ante él una cascada majestuosa. No caía agua: caía luz líquida. Parecía una puerta al alma misma, un velo de lo divino. En su base, un espejo enorme descansaba, tallado en piedra viva, reflejando no solo la imagen, sino la esencia.
De pronto, el delfín volvió a aparecer en un salto poderoso, como celebrando la llegada:
—Has llegado. Y espero estés interiorizando cada lección. Cada paso que das es hacia ti mismo.
Elkin asintió, y el delfín le indicó:
—Ese espejo no es un objeto: es un oráculo. Tu prueba es simple, pero brutal. Aquí, en medio de esta isla, sin público ni máscaras, te conocerás. Desnúdate. Mírate. Sin excusas ni pretextos.
Elkin se ruborizó, como si el pudor aún quisiera hablar:
—¿Desnudo? ¿Aquí? ¿Y si hay mujeres cerca? Además, este clima…
El delfín sonrió como solo lo hacen los sabios:
—La desnudez no es del cuerpo, sino del alma. Quien teme ser visto por fuera, es porque no ha aprendido a abrazarse por dentro.
Y desapareció, dejando solo un eco:
—Las respuestas están en los rincones del alma.
Elkin respiró hondo, se quitó la ropa como quien se quita siglos de armadura, y se paró frente al espejo. Al principio, solo vio su reflejo. Pero con la lluvia que comenzó a caer, el espejo pareció cobrar vida.
Las gotas eran llaves. El agua activó el ritual.
Del espejo surgieron visiones. No eran alucinaciones: eran verdades. Se vio a sí mismo pecando por orgullo, dejando morir oportunidades por miedo. Vio su impaciencia, su necesidad de validación, sus celos silenciosos.
Elkin cayó de rodillas. El espejo no solo mostraba: atacaba. Cada imagen lo hería como una daga de sombra. La prueba era bailar. Desnudo. Bajo la lluvia. Frente a su propio juicio.
Bailar no con pasos… sino con aceptación. Con reconciliación.
Elkin lloró, gritó, río. Se avergonzó… y luego se abrazó.
Pero cuando creyó haber ganado, el espejo lanzó su último ataque: le mostró lo que aún no había perdonado.
A sí mismo.
Y entonces, comenzó la batalla final.