Elkin estaba solo. Desnudo, empapado, temblando… pero no de frío. La lluvia seguía cayendo como si el cielo mismo llorara junto a él. Frente al espejo, su reflejo ya no era solo suyo. Era un campo de batalla donde cada gota marcaba un recuerdo y cada rayo de luz revelaba una herida.
Los pecados comenzaron a danzar alrededor suyo: sombras de su egoísmo, su orgullo, su necesidad de tener siempre la razón. No eran demonios ajenos: eran él mismo, fragmentado en mil versiones que se habían perdido en el camino.
Sintió culpa. Una culpa densa, antigua, amarga. Era ese veneno silencioso que había ido tragando con sonrisas falsas y promesas rotas. Reflexionó, no con palabras, sino con el cuerpo entero: entendió que la culpa no se arrastra, se enfrenta; no se esconde, se abraza.
Y justo cuando pensó haberlo logrado, llegaron las voces.
No eran gritos. Eran susurros cargados de verdad. Voces del pasado que sonaban más nítidas que cualquier presente.
Karol, su ex, apareció en el eco del viento. La oyó como si estuviera ahí, frente a él, con los ojos húmedos y el alma desgarrada:
—Yo lo di todo, Elkin. Y tú… tú solo pensabas en ti. ¿Alguna vez fuiste sincero conmigo? ¿Alguna vez viste mi dolor?
Elkin quiso defenderse. Su mente buscó excusas, contextos, razones. Pero su alma… su alma solo cayó.
Valentina vino después. Su voz era fuego:
—Mientras yo te esperaba en casa, tú salías con otras, creyendo que no me daría cuenta. ¿Recuerdas esa noche en el bar con esa rubia? ¿O también vas a hacerte el idiota ahora?
Fue peor que una bofetada. Elkin sintió como si el espejo lo tragara. Y no podía huir. No debía. Tenía que quedarse ahí, escucharlo todo. Una a una fueron llegando. Las miradas dolidas. Las palabras que nunca respondió. Los abrazos que rechazó.
Y Elkin, por primera vez en su vida, no se defendió. No discutió. Solo aceptó. Aceptó su sombra. Aceptó el daño que hizo. Aceptó que no había sido siempre el héroe en la historia de nadie.
Cada voz lo hundía más, y sin embargo, lo limpiaba.
Cuando la última ex terminó de hablar, algo dentro de él se quebró. No el corazón, no el orgullo… sino el vacío. Ese hueco que había intentado llenar con afectos prestados, con conquistas huecas, con amor de segunda mano.
Comprendió entonces que el amor no es medicina para vacíos no explorados. Que uno debe amarse en los fragmentos rotos, antes de prometer ser hogar para alguien más.
Aceptarse. Con todo. Sin adornos ni excusas.
Cayó de rodillas. No por debilidad, sino porque la verdad lo había dejado sin aliento. Y mientras las lágrimas se mezclaban con la lluvia, el espejo se rompió. No con estruendo, sino con un suspiro. Como si dijera: “ya es suficiente”.
Y del agua emergió de nuevo el delfín.
Con ojos brillantes y serenos, le dijo:
—Has escuchado. Has sentido. Has comprendido. Solo quien se deja romper, puede ser reconstruido.
Y el capítulo cerró, no con un final… sino con un renacer.