Cuando el espejo se quebró, no fue solo cristal lo que cayó: se abrió la cortina líquida de la cascada y, tras ella, surgió una visión digna de los sueños de los dioses. Una torre de aguas eternas emergía, alta y luminosa, como si Atlántida hubiese decidido revelarse por un instante al corazón del viajero. Manantiales caían en espirales desde sus balcones, formando arcos brillantes que daban vida a jardines flotantes. Delfines de agua viva surcaban el aire, nadando entre columnas translúcidas que destilaban luz, y estatuas de antiguos sabios lloraban lágrimas que se convertían en flores al caer.
Elkin quedó mudo. El asombro le paralizó el aliento. Aquello era… demasiado bello para este mundo.
—Los que por fin se encuentran —dijo el delfín, flotando a su lado como si el agua misma lo sostuviera—, comprenden que nunca estuvieron perdidos, solo distraídos.
El delfín giró su rostro hacia Elkin, con una ternura antigua.
—Has iniciado el sendero, Elkin. Y aún te queda una entrega más: no puedes caminar hacia el espíritu si antes no abrazas la danza de tus aguas internas. El placer, la creación, la emoción… Ese fuego suave que arde en tu vientre no es enemigo, sino puerta.
Elkin asintió en silencio. El delfín, entonces, señaló la torre.
—Tu destino está allí dentro.
Y sin otro gesto, se disolvió en el río, no como quien huye, sino como quien regresa a su origen.
Elkin, con pasos firmes y sin la zozobra de días pasados, cruzó el umbral. Lo que encontró no fue un salón ni un templo cerrado, sino un valle abierto, vasto y sereno. Árboles majestuosos extendían sus brazos al cielo, y una montaña, vestida de neblina, desaparecía en el horizonte.
Cerca de la entrada, un árbol distinto lo llamó. No por su tamaño, sino por la energía sagrada que emanaba. Al acercarse, una fuerza invisible lo envolvió. Y de entre sus ramas bajó una serpiente… no de escamas, sino de fuego puro, llameante y azul como el cielo nocturno. Tenía alas de calor y movimientos de viento. Era serpiente y era fénix a la vez, como si el ciclo de muerte y renacimiento hubiese tomado forma.
Elkin preguntó:
—¿Eres tú quien me dirá quién es el maestro de este templo?
La serpiente no respondió con palabras, sino con una historia tejida en símbolos:
“Una fuente fue sellada por miedo a inundarse, pero con el tiempo olvidó que su propósito no era contener, sino fluir. Y cuando por fin se abrió, no destruyó nada… solo regó flores que habían esperado siglos para nacer.”
Elkin entendió a medias, pero su alma vibró.
—He aprendido —dijo con una voz distinta, una que nacía desde lo hondo— que mis deseos no eran enemigos, sino señales mal interpretadas. Que la lujuria no se combate reprimiendo, sino comprendiendo. Y que limpiar mis impulsos fue dejar de pelear con ellos y aprender a escucharlos.
Hizo una pausa. Suspiró.
—Con Sara descubrí que el amor no es posesión, ni promesa, sino espejo. Que su ternura me mostró lo que yo me negaba a ver en mí. Y que amar no es necesitar, es elegir sin cadenas.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Por años sentí vergüenza de mi cuerpo, de mis heridas, de mis errores. Pero entendí que mi piel no es una prisión, sino un mapa. Y ahora puedo abrazarme sin huir.
Guardó silencio un segundo más, y luego cerró los ojos.
—Acepto todo. Lo que fui, lo que hice, lo que no entendí. No soy culpable. Soy humano.
En ese instante, la voz del delfín resonó dentro de su cabeza, suave como una melodía de agua:
“El fuego ha subido, y ha tocado la puerta del creador que habita en ti. No hay retorno. Solo danza.”
Sintió un calor intenso en la espalda. Como si el sol le hablara desde dentro. Un rayo descendió, sutil y dorado, y tocó justo la base donde nacía la cola de la serpiente tatuada en su piel. Ese fragmento brilló, y el oro líquido se extendió lentamente, como si el mismo universo estuviera pintando con pincel sagrado el siguiente tramo del sendero.
La voz del delfín, ahora más distante pero aún potente, dijo:
—Tu chacra sacro ha sido liberado. Has redimido las aguas que te habitan.
Elkin sonrió. No por euforia, sino por libertad. Por primera vez en años, se sintió ligero.
La serpiente lo miró con ojos sin tiempo, y con voz que ardía sin quemar, dijo:
—Ahora, yo guiaré tu camino.
Y el fuego sagrado comenzó a danzar alrededor del árbol. Como si el alma misma celebrara la evolución del caminante.