Elkin, esta vez con más confianza y sabiendo que su alma le hablaba, caminaba con el pecho abierto y la mente confundida. “¿Chacras?”, pensaba. Era la primera vez que escuchaba tal palabra. Como si le hablaran en un idioma olvidado, comprendía sin entender. Pero dentro de sí, algo más viejo que su carne le susurraba: sigue.
Más adelante, la serpiente de fuego lo esperaba, danzando entre los vapores de la mañana.
—¡Ven, Elkin! —gritó con voz de brasas vivas.
Elkin corrió hacia ella, con ojos curiosos.
—¿Y ahora a dónde vamos?
La serpiente, envuelta en un fulgor crepuscular, dijo:
—El fuego no sólo quema, también revela. Cuando el sol se enciende dentro del pecho, la voluntad despierta. Pero sin dirección, el poder se convierte en tiranía sobre uno mismo…
Y tras dejar ese mensaje al viento, concluyó:
—Ahora debes encontrar el templo de fuego.
—¿Y por dónde queda? —preguntó Elkin.
La serpiente lo miró como quien ve a un niño transformándose en guerrero.
—Esta vez sólo vamos a caminar… hasta tu prueba.
Y así emprendieron el viaje. Durante dos días atravesaron senderos rocosos y cielos anaranjados, donde las nubes parecían tener secretos inscritos en sus formas. Hasta que llegaron a la base de una montaña de laderas empinadas y alma vieja.
—Hemos llegado, Elkin —dijo la serpiente mientras descansaban bajo la sombra de un espino.
—¿Llegado a dónde?
—A tu siguiente prueba.
—¿Qué debo hacer?
—Allí, detrás de esos arbustos, hay una maleta —indicó la serpiente, señalando con su lengua incandescente—. Vas a subir con ella a la cima de esta montaña. Yo te esperaré arriba. Pero si en el camino dudas, búscame en tu alma… ya sabes cómo.
Sin más palabras, se desvaneció entre las hojas. Elkin empujó las ramas y encontró un viejo equipo militar. La mochila pesaba más de lo que parecía, como si llevara dentro el eco de todas sus batallas pasadas. Al abrirla, no vio piedras, sino nombres: Sara, papá, Daniela, David, él mismo.
Sonrió con resignación.
—No es nada nuevo… pero esta vez sé para qué lo cargo.
Colocó la mochila sobre su espalda, y así comenzó el ascenso.
El cuarto día lo encontró jadeando, las piernas rígidas, la espalda clamando descanso. El paisaje le ofrecía silencio y soledad. Pero en la mitad del camino, al pie de un viejo roble torcido, la mochila comenzó a pesar por tres.
No era su cuerpo. Era el alma.
Cada paso traía un recuerdo.
Recordó a Sara, el día que se alejó sin una explicación, cuando ella lloró y él fingió dureza, porque no sabía cómo amar sin miedo.
Sintió la espalda arder.
Recordó a su padre, ausente en cada logro, en cada caída. Aquella figura que siempre esperó y nunca llegó.
Un suspiro se volvió piedra en su pecho.
Recordó a David, su amigo de infancia, cuando lo traicionó por orgullo, y no supo pedir perdón.
Recordó cuando negó sus sueños por miedo, y se convirtió en lo que otros esperaban. Cuando se escondió en una máscara de fuerza mientras su niño interno moría a gritos.
La mochila se volvió su cruz. Cada nombre pesaba más que el anterior. Cayó de rodillas. Lágrimas calientes perforaron la tierra.
—Perdón… —susurró, no al aire, sino a sí mismo.
Y con cada palabra que soltaba, una piedra desaparecía. Con cada lágrima, el nombre brillaba y luego se desvanecía. Hasta que, al sexto amanecer, la cima se mostró ante él.
Allí, el sol parecía más dorado. El aire tenía aroma a eternidad. Elkin soltó la mochila, y al caer, esta se abrió por sí sola, dejando volar los nombres como mariposas de humo.
La serpiente, vuelta fuego vivo, lo esperaba.
—Has soltado el peso que no te deja avanzar. El alma no se eleva con cadenas, Elkin.
Él miró el horizonte. El paisaje era un tapiz de montañas flotantes, lagos suspendidos en la luz, y aves de fuego cruzando cielos infinitos. El éter —aunque él no conocía su nombre— danzaba en todo, como si todo latiera al mismo compás.
Los árboles temblaban con una música inaudible. Las nubes tenían forma de sueños cumplidos.
Elkin, exhausto y libre, dejó que su mirada se perdiera en el infinito.
Y por primera vez… no sintió culpa. Sintió paz.