Elkin ya no era el mismo. Caminaba por la aldea como quien ha sobrevivido a sí mismo. Su sombra era liviana, y su mirada, un pozo donde los egos ajenos se ahogaban sin entender por qué.
Eso molestaba al sargento Álvarez. Un hombre que había construido su vida sobre la fuerza del puño no tolera el silencio de quien ya no quiere pelear. Su orgullo no lo dejaba en paz. Y cuando el orgullo no puede vencer con respeto, lo intenta con humillación.
Primero fueron palabras.
—¿Así que ahora sos un iluminado? ¿Qué es lo que sos, Elkin? ¿Un profeta o un cobarde?
Elkin, sereno, lo miraba como quien ve una tormenta desde la orilla. El sargento necesitaba reacción. Necesitaba guerra. Y el silencio era un insulto que no sabía encajar.
Una mañana, lo empujó en medio de la plaza.
—¿Dónde quedó el viejo mercenario? ¿El que mataba sin pestañear? ¿Qué hiciste con él… lo enterraste o solo te lo metiste tan hondo que ya ni vos sabes quién sos?
Elkin sintió la sangre hervirle en las venas. Una voz interna lo mordió con violencia:
“No te dejes. ¡Levántate! ¡Rompe su mandíbula! Sos Elkin, el que los hacía temblar solo con entrar. ¡No sos menos que él… sos más!”
Pero también oyó el eco de la serpiente:
“El verdadero poder… es mirar el golpe venir, y no devolverlo.”
Dio un paso atrás. Iba a irse.
Entonces Álvarez le lanzó una espada a los pies.
—¡Pelea! ¡Muestra que todavía tienes sangre en esas venas!
Y ahí, lo dijo. Lo que rompía la piel y la memoria:
—¿O será que tus días de gloria fueron solo cuentos que inventaste borracho… pa’ no sentirte tan vacío?
Elkin agachó la cabeza. Recogió la espada.
La plaza entera se detuvo.
Choque de metales. Golpes secos. Elkin respondía, pero no atacaba con alma. Cada golpe suyo iba cargado de duda, como quien sabe que ganar… es perder algo más valioso. El sargento, por el contrario, peleaba con rabia. Con rencor. Desquiciado.
Un tajo cruzó el rostro de Elkin. La sangre le corrió por el cuello. Y ahí vino el recuerdo.
El eco de las balas en África. Los cuerpos tirados como sacos vacíos. La risa suya después de cada ejecución pagada. El sonido de la moneda cayendo en su mano. Y los ojos de aquel niño que no volvió a pestañear.
Una tormenta de pasado lo azotó. Entonces, lo supo.
Soltó la espada.
Álvarez no dudó. Lo golpeó con fuerza. Lo tiró al suelo. La plaza estalló en risas y murmullos.
—¡Mírenlo! ¡El gran lobo, babeando barro como un cerdo arrepentido!
Elkin, en el suelo, solo respiraba.
El sargento, con el pecho agitado, alzó su espada.
—¡Esto te pasa por fingir ser lo que no sos!
Y la hoja descendió.
Elkin no se movió.
La espada lo atravesó.
No gritó. Solo cerró los ojos.
Y en la oscuridad… hubo luz.
Una visión.
Un río dorado fluía entre las estrellas. Sobre él caminaba un elefante blanco, imponente, sabio, eterno. A su lado nadaba un delfín azul, juguetón, ágil, transparente. Dos naturalezas opuestas, danzando juntas. No competían. No chocaban. Hacían alquimia en el agua sagrada.
Fuerza y fluidez. Memoria y presente. Control… y libertad.
Elkin comprendió:
“Fui elefante. Pero el alma, si no aprende a nadar… se hunde en su propio peso.”
Entonces sintió el fuego en su pecho. No era solo dolor. Era juicio. Era purificación.
Todo se tornó blanco.
Y en el silencio…
Elkin abrió los ojos.