Más allá de las sombras.

Capítulo 16: templo de fuego

Elkin despertó jadeando, envuelto en un mundo hecho de llamas que no quemaban. Todo ardía: el aire, el suelo, el cielo… pero no dolía. Era como estar dentro de un corazón que se incendiaba por amor y no por odio. El cielo danzaba con brasas flotantes, y las montañas parecían hechas de carbón palpitante. En lo alto, fénix de alas ígneas surcaban el aire dejando estelas doradas, como si el firmamento estuviera escribiendo profecías con fuego.

A lo lejos, los gritos. No eran de terror, sino de liberación. Almas llorando su dolor por última vez… y luego, silencio. Había llegado al Reino del Fuego Interno, donde nacen los fénix y se redimen los afligidos.

Elkin se levantó de golpe, tocándose el pecho. No había herida, ni cicatriz… solo un vacío caliente. El corazón seguía latiendo, pero algo ya no estaba: el ego. Silenciado. Enjaulado.

Fue entonces que la serpiente apareció, deslizándose entre las brasas. Pero no era como antes. Esta vez su cuerpo estaba cubierto por fuego celestial, azul eléctrico con destellos dorados, como si llevara un fragmento del sol sobre su piel reptil.

—Has muerto, Elkin —dijo, sin mover la boca. Su voz venía del fuego mismo—. No el cuerpo… sino lo que creías que eras.

Elkin no respondió. Tragó saliva, sintiendo el pecho liviano y el alma pesada, como si hubiera dejado una armadura tirada en medio del campo de batalla.

—El ego no muere —continuó la serpiente—. Solo se encierra. Pero cuidado: lo has encerrado dentro de ti, y ahora tú eres su carcelero. Él esperará. Él susurrará. Si no vigilas… volverá al trono.

El fuego creció en espirales lentas a su alrededor.

—En el centro del pecho hay un sol que no se ve. Si lo usas para brillar, iluminas; si lo usas para dominar, quemas. Dominarte a ti mismo… ese es el arte del plexo. ¿Lo comprendes?

Elkin asintió. No con la cabeza, sino con los huesos. Con la piel. Con el alma que temblaba al borde de un nuevo nombre.

Entonces, el suelo vibró. Un zumbido profundo emergió desde el fondo de la tierra. Las llamas se alzaron como columnas vivas. Y en medio del estruendo silencioso, emergió un templo de fuego. Gigantesco. Rodeado de cadenas fundidas. Fénix giraban a su alrededor, como guardianes celestes. Y entre las columnas, serpientes ígneas entrelazaban sus cuerpos, formando espirales vivientes de energía.

La serpiente lo miró por última vez. Y con una voz más suave, casi humana, dijo:

—Sigue tu camino.

Entonces, comenzó a hacerse ceniza. Se disolvió como humo bendito, llevándose consigo los últimos ecos de la duda.

Elkin caminó. Al llegar al templo, puso el pie sobre la primera piedra, y las cadenas se tensaron, rechinando como bestias dormidas. Pero al tocar una con su mano desnuda, esta brilló en runas antiguas… y explotó en mil partículas de luz. Una a una, las otras cadenas lo siguieron, reconociendo su fuego interior. Lo aceptaban. Ya no era intruso. Era iniciado.

La puerta se abrió sola, con un crujido como de huesos liberándose de siglos de esclavitud.

Elkin avanzó… pero no encontró suelo. Más allá del umbral, solo el abismo. Un vacío eterno. Y en medio de ese abismo, una roca suspendida flotaba como una isla del alma. En su cima, un nido. Y dentro del nido… un ave dormida.

Elkin respiró. Dio el paso. Y la nada lo sostuvo.

Al llegar a la cima, el ave despertó.

Era un águila. No común. Majestuosa. Colosal. Sus plumas estaban vetadas de fuego, y sus ojos brillaban como estrellas que ya habían muerto y vuelto a nacer. En su pecho, una marca… la misma que Elkin tenía en la piel. Un tatuaje antiguo. Un espejo sagrado.

—Te estaba esperando —dijo el águila, sin mover el pico. La voz venía del aire, como un viento con sabiduría.

—No todos llegan hasta aquí. Dime… ¿cómo fue tu camino? ¿Qué has aprendido?

Elkin no respondió con palabras. Cerró los ojos.

Sintió.

Sintió la culpa, no como carga, sino como semilla. La necesidad de soltarla y dejarla flotar como hojas secas sobre el río del tiempo.

Sintió el eco del ego, que no gritaba, sino que susurraba… y entendió que vencerlo no era matarlo, sino escucharlo sin arrodillarse.

Y entonces habló.

—Aprendí que el ego no se destruye luchando. Se disuelve cuando dejas de defenderlo. Que el verdadero poder no es aplastar, sino contener. Que un hombre no es más fuerte cuando impone… sino cuando se contiene.

En ese instante, un rayo descendió. Un relámpago dorado, limpio, sereno. Golpeó la espalda de Elkin. No dolía… pero abría. No hería… pero encendía.

El tercer fragmento de su tatuaje brilló. Líneas doradas se extendieron por su piel como raíces de luz brotando desde su plexo. Un sol interno. Un fuego vivo.

Y entonces cayó.

Elkin fue lanzado al abismo.

Pero no gritó.

Cayó como quien entrega el alma a la verdad. Con los ojos cerrados, el pecho ardiendo… y el alma en paz.

Mientras descendía, una última voz resonó en su interior:

—Has desbloqueado tu chacra del plexo solar. Buen viaje, Elkin. El fuego ya es parte de ti.




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