Más allá de las sombras.

Capítulo 17 — El Soldado que Voló sin Alas

Elkin, aquel guerrero que había sido arrojado sin compasión al abismo, caía por los cielos de la eternidad. No gritaba. No forcejeaba. Solo caía… como quien ha soltado todo y, por fin, se entrega al destino.

El viento lo deshacía en capas, como si el alma fuera una cebolla milenaria dejando atrás cada máscara.

En el límite donde ya no hay suelo ni cielo, solo vacío, el águila dorada que dormía en el borde del mundo desplegó sus alas y voló hacia él.

—Solo quien ha muerto en vida puede nacer de verdad. Caer no es el fin… es la llave.

Y con una mirada que lo atravesó como flecha de fuego, el ave habló de nuevo:

—Tu misión ahora es encontrar el Templo del Aire… pero esta vez, tu alma será la guía. Escucha el corazón: cuando dudes, él hablará.

Elkin se disolvió en un destello. Y cuando volvió a abrir los ojos… ya no era él.

Había sido muchos hombres, pero nunca uno tan joven, tan limpio de pecado.

Despertó en un catre de hierro, dentro de una vieja unidad militar. Su rostro, joven. Su mirada, salvaje. Aún no había probado la traición, ni se había perdido en las sombras del ego ni en la fragancia de mujeres que venían por gloria y se iban por ausencia. Era energía pura. Un cometa sin dirección.

—¡Castillo! Aliste equipo, que salen de patrulla —rugió el Sargento Álvarez, un alma rencorosa que jamás digirió el brillo natural de Elkin.

—Como ordene, mi sargento —respondió Castillo, con voz de compromiso forzado.

—Ese brillo suyo se le va a apagar aquí, Castillo… aquí todos aprendemos a obedecer o a desaparecer.

El veneno en su voz era antiguo. Lo decía para que sangrara.

Su mente no recordaba nada, pero el instinto… el instinto sí.

Un susurro ancestral lo empujaba: “Esta vez hazlo distinto.”

Se alistó y partieron. Al mando iba el Cabo Soto, un pragmático sin fe. Le seguían Lamprea, el bufón inmortal de la tropa, y Ochoa, novato con espíritu de fuego. Castillo era el equilibrio. El que se movía con la precisión de un gato salvaje. Algunos decían que la muerte lo evitaba, como si aún no le llegara su turno.

Iban hacia Kidal, al norte de Malí.

Tierra seca, mirada triste y polvo que habla idiomas antiguos.

Allí el viento sabe a promesas rotas, y los espejismos susurran nombres de muertos.

Era una misión de patrullaje, simple en papel, traicionera en la arena.

Montados en vehículos ligeros, formaron convoy con otros tres jeeps más.

Ochoa vibraba de emoción, Lamprea ya contaba chistes para un posible funeral.

Pero la muerte no avisa.

A kilómetros de Kidal, una emboscada feroz los hizo trizas.

El silbido de un RPG rompió el aire y estalló contra el vehículo donde iba Castillo.

El carro voló, dio una voltereta en llamas. Como por milagro, Castillo logró salir por la escotilla de emergencia, arrastrando a Ochoa. Cuando tocó el suelo, estaban solos. El resto del convoy desaparecido.

Marcha o muere, decía su insignia.

Pues estaban marchando… y muriendo.

Los rebeldes atacaron con furia. Disparos, gritos, polvo rojo.

Una bala le perforó la pierna a Ochoa. Cayó.

—¡Repliegue defensivo! ¡Repliegue defensivo! —gritó el Cabo Soto, desesperado.

—¡Mi cabo, Ochoa! —clamó Castillo.

—¡Que lo entierren como héroe, pero no vamos a morir todos por él!

Y se fue. Se llevó a Lamprea consigo. Hombres sin raíz.

Castillo se quedó.

—¿Es esta la vida que quiero? ¿Ser el que sobrevive, aunque traicione?

No. Él no era eso.

Él era el que cargaba. El que regresaba con el caído.

Cargó a Ochoa sobre los hombros. Como escudo, una tormenta de arena que se alzaba por providencia.

El desierto rugía, pero también protegía.

Y por un instante, entre el polvo, una silueta alada brilló sobre las dunas.

Era el águila. O su eco. O su promesa.

Caminaron. Un día hasta el puesto amigo. Ochoa, herido, le suplicó:

—Déjame aquí. Sálvate tú. No tengo motivos para seguir…

—Tú no decides cuándo tu historia termina. Eso lo hace el alma. Y la tuya aún tiene capítulos por escribir.

Y lo animó. Lo hizo reír. Incluso le dijo:

—Estás muy gordo, hermano… ¿Cuántas arepas llevas ahí?

—Juepucha, al menos ocho… —respondió Ochoa entre risas y lágrimas.

Y así, a rastras, a hombros, y a voluntad, caminaron entre dunas y miedo.

Evitaron enemigos. Escaparon por centímetros.

Hasta que, casi al amanecer, fueron divisados por patrullas amigas.

Castillo cayó en la arena, desfallecido, pero con una sonrisa leve.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.