Más allá de las sombras.

Capítulo 18. El perdón al enemigo

Después del rescate en el desierto, cuando la fiebre y el delirio aflojaron su garra, Elkin comenzó a ver cosas. En sus sueños, revivía una batalla a espada con un hombre de ojos negros, fuego y rencor. No sabía por qué… pero al despertar, el rostro del sargento Álvarez emergía como un eco viejo que no pedía permiso.

Y aunque su memoria estaba borrada por la bruma del renacer, su alma sí lo recordaba. Lo sentía. Era una deuda pendiente. No solo con el hombre… sino con el universo.

Un atardecer carmesí, el cuartel estaba en calma. El aire olía a arena y gasolina. Elkin, con el uniforme sudado y las botas gastadas, se presentó frente a la carpa del sargento. Dos soldados lo vieron pasar con ese paso firme que no traía pólvora, sino penitencia.

El sargento estaba adentro, afilando su bayoneta.

Elkin entró sin pedir permiso.

—¿Qué carajos quiere, Castillo? —escupió Álvarez sin levantar la vista.

—¿Sabe qué es lo jodido, mi sargento? —dijo Elkin, parándose firme pero con la voz rota—. Que no recuerdo lo que le hice… pero hay algo en mí que no me deja dormir por eso.

El sargento lo miró. Silencio.

—He visto su rostro en mis pesadillas. En otra vida, tal vez, en otra guerra. Nos batimos a espada… y yo le fallé. O peor aún… lo traicioné.

—¡Usted no tiene idea del daño que causó! —rugió el sargento, parándose con furia contenida—. ¡Me dejó solo! ¡Nos dejó solos! Cuando más necesitábamos un líder, usted eligió el ego… eligió la gloria. ¡Y murieron por eso!

Elkin agachó la mirada. Una lágrima rodó sin permiso. No por cobardía. Sino por verdad.

—Tal vez no tenga memoria, mi sargento… pero tengo alma. Y mi alma quiere enmendarse. No por un perdón que no merezco… sino por el hombre que quiero volver a ser.

Álvarez dio un paso hacia él. Los dos respiraban como toros a punto de embestirse. Pero en vez de un golpe, solo hubo palabras. Duras como piedra.

—Lárguese. No está perdonado. Y tal vez nunca lo esté.

Elkin asintió. No por resignación… sino por aceptación.

—Gracias por escucharme.

Y se marchó.

Afuera, el cielo se abría en relámpagos lejanos. Un águila —no dorada, sino real— cruzó el horizonte, batiendo las alas como si celebrara no el perdón… sino la humildad que permite a un alma romper su orgullo.

Porque a veces, el perdón no se suplica ni se exige.

Solo se entrega.

Y quien lo da… se libera también.




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