Más allá de las sombras.

Capítulo 19: El amor sin espera

Una mañana de ceniza, tras una escaramuza en un cañón olvidado, Elkin fue asignado a patrullar un perímetro donde ni las ratas querían vivir. Lo acompañaba solo el eco del viento y sus propios pensamientos, ya gastados de tanto repetirse.

Fue allí, entre los restos calcinados de una explosión reciente, donde escuchó un gemido. No humano. Era más bien el susurro ahogado de algo que se negaba a morir.

Se acercó y lo vio: un perro huesudo, con el pelaje chamuscado, la mirada enrojecida y una pata destrozada. Un saco de huesos con el corazón aún latiendo.

—¿Qué haces aquí, viejo guerrero? —le susurró Elkin, hincándose junto a él.

El animal mostró los colmillos, pero no de amenaza. Era orgullo. Dignidad. Como un soldado que no pide piedad, pero tampoco se rinde.

Elkin, que no sabía curar ni siquiera sus propias heridas del alma, lo cargó y lo llevó consigo. Lo escondió en su tienda, entre mantas, robando vendas del botiquín, pan viejo del comedor y agua que le quitaba a su propia cantimplora.

Lo llamó Centinela. Y cada día le hablaba como si fuera humano.

—No tienes que quedarte, ¿sabes? Puedes irte cuando quieras. Pero mientras estés aquí… serás amado.

A veces parecía mejorar. Movía la cola. Ladraba débil. Luego, volvía la fiebre. Vomitaba. Se desmayaba.

Elkin no sabía si estaba ayudando… o solo prolongando el dolor. Pero seguía. Le cantaba. Le contaba historias. Le leía una carta que nunca se atrevió a mandar.

Una noche, con Centinela temblando entre sus brazos, le dijo:

—No te estoy salvando… te estoy acompañando. Si vives, será un milagro. Si mueres, no morirás solo.

Esa noche, el perro dejó de temblar. Cerró los ojos.

Pero no murió.

Despertó al amanecer, lamiendo la mano de Elkin. No por agradecimiento. Sino porque estaba listo para vivir… o al menos para intentarlo.

Desde entonces, cada noche, mientras el campamento dormía, Elkin recogía sobras de comida, desechos de otros soldados, pan duro y carne olvidada. Nadie sabía por qué lo hacía. Algunos pensaban que era un acto de locura. Otros, que se trataba de una promesa de borracho a un animal invisible.

Pero él sí lo sabía.

Centinela lo esperaba bajo una lona rasgada junto a las dunas. Nunca movía la cola. No era un perro feliz. Era un espejo.

Y entonces, una noche, el cielo se partió en dos.

Un zumbido primero. Luego, un rugido. La base tembló. Una explosión iluminó el cielo como si los dioses discutieran a golpes. Alarma. Gritos. Sirenas.

La base estaba bajo ataque.

Elkin corrió entre el caos. Todos huían al búnker.

Él no.

Centinela.

Corrió hacia la lona, pero ya no estaba. El perro, asustado por el estruendo, había huido hacia el desierto.

—¡Retirada! ¡Todos al refugio! —gritaban los superiores.

Pero Elkin se lanzó al vacío negro, al corazón de la noche.

Lo encontró minutos después, atrapado bajo una lámina metálica retorcida. Tenía una herida en el pecho. Sus ojos se apagaban lentamente. Aullaba. No de dolor. De miedo.

Y entonces llegaron los disparos.

Sombras armadas a lo lejos. Elkin tuvo que elegir.

¿Salvaba su vida… o salvaba a quien nadie salvaría?

No lo pensó.

Rugió como un salvaje y levantó la plancha con una furia nacida del amor. Lo cargó como a un hijo, lo apretó contra su pecho herido y corrió.

Corrió entre ráfagas, entre gritos, con el desierto ardiendo y la muerte soplándole en la nuca. Una bala le rozó la costilla. Otra le desgarró el hombro. El barro se mezclaba con su sangre.

Llegó a la cerca trasera. Con un último esfuerzo, lanzó al perro por encima justo antes de que una explosión lo tumbara de bruces, con los pulmones rugiendo por aire y el alma tambaleando.

Despertó tres días después en una camilla improvisada. Fiebre en la frente. Brazos vendados.

A su lado, Centinela dormía tranquilo. Vendado también. Respirando apenas… pero vivo.

Nadie entendía por qué se había arriesgado por un animal moribundo.

Y esa noche, cuando lo visitaron los pocos que aún creían en él, Elkin respondió mirando las estrellas, mientras acariciaba el lomo áspero de Centinela:

  • “Uno no ama esperando aplausos, ni compañía, ni siquiera gratitud. Amar es darlo todo, aún sabiendo que ese todo puede no volver jamás. Amar así… sin esperar, sin querer controlar… es como plantar un árbol sabiendo que quizás no veas la sombra. Pero plantarlo igual. Porque si no lo haces, ¿quién lo hará?”

Centinela abrió un ojo. No movió la cola. Solo acercó su hocico herido a la mano de Elkin.

No por amor.

Ni por deuda.

Sino por lealtad.

La más pura.

La que no pide nada.




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