Centinela, el perro de guerra de tres patas, caminaba torpemente entre las tiendas del campamento. Cojeaba, sí, pero con una dignidad que desafiaba la lástima. Llevaba en sus ojos el silencio de las bombas, en su cuerpo las cicatrices de la lealtad, y en su andar… un destino que ni él mismo sospechaba.
Aquel día llegó al campamento Camille Moreau, una médica voluntaria francesa. No era una turista del dolor ni una heroína de Instagram. Era real, firme, con manos curtidas y mirada de madre vieja en cuerpo joven. Dirigía un centro de rehabilitación para niños mutilados por minas en una aldea olvidada entre las montañas.
Tenía prótesis, comida, cuidado... Pero no tenía sonrisas.
Los niños que atendía estaban vivos, sí, pero como árboles sin savia. No hablaban. No lloraban. No jugaban. Eran cuerpos que respiraban, pero con almas escondidas detrás de ojos demasiado antiguos para su edad.
Durante una revisión médica en el campamento, Elkin notó que Centinela se alejaba. Siguió su rastro hasta encontrarlo frente a un niño con una prótesis recién ajustada, solo, sentado en el polvo.
Centinela se acercó. Lento. Su pata faltante marcando un ritmo de tambor roto. Se sentó frente al niño y lo miró.
El niño lo observó, con esa desconfianza aprendida a punta de guerra. Y entonces, ocurrió el milagro.
El niño rompió en llanto.
Y luego en risa.
Le acarició la cabeza con manos temblorosas y dijo:
—Él también camina raro. Como yo.
Como si alguien hubiera roto un hechizo, los demás niños empezaron a rodearlo. Lo abrazaban. Lo seguían. Lo imitaban. Centinela se convirtió en uno de ellos. En su espejo. En su esperanza. El centro de rehabilitación, que antes parecía una sala de espera para la muerte, vibró por primera vez con algo parecido a la vida.
Camille, con lágrimas sinceras en los ojos, se volvió hacia Elkin.
—Ese perro… hizo más en cinco minutos que yo en cinco meses.
Elkin bajó la mirada. No podía hablar. Porque sabía lo que debía hacer.
Esa noche, le escribió una carta.
“Aquí dejo lo único que amé sin condiciones. Ya no puedo salvarlo más de lo que él ya me salvó a mí. Llévalo contigo. Que sus tres patas den esperanza a esos niños que ya no tienen cómo correr. Este perro no es un animal. Es un milagro con cicatrices.”
“Dile que lo amo. Que lo libero. Y que no olvide quién fue.”
—Elkin.
Camille abrazó a Centinela con ternura, mientras Elkin, sin volver atrás, se alejaba por la aridez del campo.
En su pecho, por primera vez, no cargaba peso.
El alma se le había aligerado.
Había entregado su bien más preciado.
Había cumplido la prueba del desapego por amor.
Pero el universo, tan poético como cruel, no dejó pasar ese acto sin consecuencias.
Esa misma noche, el campamento fue atacado.
Las colinas escupieron fuego y plomo. Todo fue confusión, gritos, caos. Elkin corrió, no por gloria, sino por instinto. Cubrió con su cuerpo a una niña que se había quedado atrapada entre escombros. Y entonces, vio el reflejo de un lente en la oscuridad.
Francotirador.
Disparo.
Silencio.
Sintió el impacto.
Pero no el dolor.
Solo un eco seco, como si el mundo respirara por última vez.
Y luego, todo se puso negro.